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27 de abril de 2024

la educación en la encrucijadafrancisco lópez rupérez

El aprendizaje profundo y el tiempo dedicado a aprender

Los aprendizajes profundos comportan la adquisición de representaciones profundas del conocimiento que se manifiestan en una variedad de dimensiones

Actualizada 04:30

Uno de los elementos que comparten los marcos institucionales de referencia internacional sobre el currículo del siglo XXI es la apelación a los aprendizajes profundos. Los aprendizajes profundos comportan la adquisición de representaciones profundas del conocimiento que se manifiestan en una variedad de dimensiones: cantidad de conocimiento previo necesario para captar las ideas; nivel de complejidad cognitiva de la información que manejan los alumnos; aptitud para el pensamiento crítico y la resolución de problemas; capacidad para efectuar generalizaciones rigurosas, o facilidad para transferir el conocimiento adquirido a situaciones nuevas.
En un contexto tan complejo como el actual –en los ámbitos de la tecnología, de la política, de la economía, de la sociedad y de las propias formas de pensar de los ciudadanos– se espera que los sistemas educativos preparen a las siguientes generaciones para adaptarse a esa nueva complejidad que nos alcanza. La profundidad de los aprendizajes discurre en paralelo con la exigencia cognitiva o intelectual de los currículos; de modo que el desafío de la educación actual estriba en elevar el nivel formativo de todos los alumnos y no en rebajarlo, socapa de una interpretación espuria del argumento de la igualdad.
Hay un repertorio de políticas centradas en el currículo que permitirían atender ese desafío. Pero, en lo que sigue, fijaremos la atención en tan sólo uno de sus elementos: el tiempo dedicado a aprender. Y lo haremos aportando una justificación, empíricamente fundada, que presenta la originalidad de integrar tres fuentes procedentes de disciplinas distintas, las cuales concuerdan, no obstante, a la hora de fundamentar la relevancia de dicho factor.
El llamado «tiempo efectivo de aprendizaje» –es decir, la cantidad de tiempo neto durante el cual los alumnos están implicados, de forma efectiva, en el proceso de aprender– ha sido identificado, a partir de la investigación educativa, como uno de los factores para los que se dispone de una reiterada confirmación sobre su vinculación con el rendimiento de los alumnos.
Los aprendizajes profundos requieren de tiempos efectivos de aprendizaje suficientemente dilatados que permitan la realización de esfuerzos sostenidos de aprendizaje. Los psicólogos cognitivos distinguen entre la memoria a corto plazo -o memoria de trabajo- y la memoria a largo plazo. La primera no comporta cambios anatómicos estables en la estructura neuronal del cerebro; es rápida, pero de capacidad muy limitada. Sin embargo, la memoria a largo plazo permite que la información se retenga durante bastante tiempo.
El premio Nobel de Medicina Eric. R. Kandel, cuyo programa de investigación ha permitido sentar las bases de los mecanismos celulares, moleculares y genéticos de la memoria, concluye que la consolidación de los contenidos en la memoria a largo plazo supone cambios anatómicos mediante la generación de nuevas terminales sinápticas. Éstas se fabrican según procesos que implican la síntesis de proteínas para formar la estructura de dichas terminaciones, las cuales se unen a otros lugares de otras neuronas donde se establecen conexiones y se constituyen redes que soportan la memoria a largo plazo. Hay, pues, una operación de construcción anatómica y de organización funcional que requiere tiempo. Eso es tanto más cierto cuanto mayor es el grado de profundidad o la demanda cognitiva de lo que se tiene que aprender.
El papel del tiempo y la atención en el logro de aprendizajes profundos está avalado por el estado actual de la ciencia cognitiva, pero lo está asimismo por la historia de la ciencia. Grandes científicos han descrito los procesos mediante los cuales llegaban a sus descubrimientos. Aun cuando el caso de Isaac Newton no es el único, es probablemente el más ilustrativo: «Mantengo el tema constantemente ante mí -afirmaba- hasta que los primeros esquemas se abren lentamente, poco a poco, hasta arrojar una clara e intensa luz». Diferentes descripciones biográficas de los rasgos principales del trabajo de los sabios han reiterado su tenacidad en aferrarse a un problema, en volver sobre él una y otra vez. Todos esos comportamientos suponen, en cualquier caso, una inmersión duradera en el mundo específico del problema, en tanto que condición necesaria de un pensamiento profundo, y son perfectamente compatibles con los descubrimientos de los mecanismos neurobiológicos de la construcción de la memoria a largo plazo y del aprendizaje en el cerebro humano.
Estos hallazgos son de aplicación al ámbito escolar y plantean la necesidad de repensar la organización de las enseñanzas y de los currículos. Aun cuando España esta algo por encima de la media OCDE en cuanto a número de horas lectivas, lo está bastante más en cuanto a la cantidad de tiempo que se pierde hasta que el profesor puede empezar su clase. Ese «tiempo muerto» reduce el aprovechamiento del asignado institucionalmente a una materia o a una clase. Por otro lado, un número desproporcionado de asignaturas por curso disminuye notablemente la carga horaria semanal de la mayor parte de ellas y acorta, por tanto, el tiempo efectivo de aprendizaje de los alumnos. Ambas anomalías deberían ser corregidas si se pretende superar los aprendizajes superficiales y optar por esa riqueza semántica propia de los aprendizajes profundos que, particularmente en el presente siglo, resultan imprescindibles.
  • Francisco López Rupérez es director de la Cátedra de Políticas Educativas de la UCJC y autor del libro 'El currículo y la educación en el siglo XXI' (Narcea, 2020)
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