La Gran Estafa
Como vivimos bajo el imperio de la posverdad, nuestros líderes no parecen tener, tampoco en esto, escrúpulo alguno en diseñar un sistema educativo que convierte en imposible lo que él mismo proclama
De acuerdo con el significado que le atribuye el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, una estafa es un delito consistente en provocar un perjuicio patrimonial a alguien mediante engaño y con ánimo de lucro. Por si no quedara claro, el insigne diccionario nos proporciona una prolija relación de sinónimos, entre los que figuran algunos bien conocidos, como engaño, fraude, timo, usurpación, trampa, chapuza o desfalco, y otros un poco menos, como, curro, bolseada, pechazo y pechada. Pero no creo que necesitemos tantos: todo el mundo sabe bien lo que es una estafa y mejor aún, que debe protegerse de quienes traten de hacerle víctima de ella.
Todos, quizá, menos los españoles. Porque si de algo no parecemos conscientes, y eso que nuestra clase política parece empeñada en hacernos ver sus escasos escrúpulos morales, que igualan, y aun superan, su inanidad intelectual y su probada incompetencia gestora, es de que el mayor engaño a que nos vienen sometiendo en los últimos años no reside en gobernar como si existieran Presupuestos Generales del Estado, en proclamar que se hace en beneficio de todos cuando se concibe el gobierno como una canonjía o en asegurar que las muertes provocadas por la DANA de Valencia no podían haberse evitado en ningún caso. El mayor engaño de que nos hace objeto nuestra mediocre clase política reside en asegurar que nuestro sistema educativo sirve, como proclama el Preámbulo de nuestra bienamada Ley Orgánica de Educación, para «garantizar el ejercicio de la ciudadanía democrática, responsable, libre y crítica, que resulta indispensable para la constitución de sociedades avanzadas, dinámicas y justas».
Como vivimos bajo el imperio de la posverdad, regidos por individuos que creen que basta con afirmar algo muchas veces para convertirlo en realidad, nuestros líderes no parecen tener, tampoco en esto, escrúpulo alguno en diseñar un sistema educativo que convierte en imposible lo que él mismo proclama. Antes bien, pareciera que lo que persigue el diseño de la ley, y los currículos que la desarrollan, es todo lo contrario: perpetuar la irresponsabilidad, el conformismo, la ignorancia y, por ende, convertir nuestra ya pobre democracia en un eficaz trampantojo capaz de ocultar la más eficaz de las dictaduras, la que alimenta una masa indiferenciada de esclavos amantes de sus cadenas.
No se trata de una exageración. La formación de una ciudadanía responsable y crítica requiere de otro tipo de educación. No, desde luego, de una educación que erige la diversidad del alumnado en coartada universal para el regalo masivo de promociones y títulos, en lugar de atenderla de forma adecuada; que concibe a los estudiantes como eternos y delicados rorros incapaces de asumir la responsabilidad de construir su propio futuro por medio del esfuerzo y la constancia; que posterga a los docentes frente a los psicólogos y a la didáctica frente a la pedagogía, tas la que se oculta, muchas veces, meras ocurrencias jamás contrastadas; que reniega de la repetición de curso y la sustituye por planes individuales de refuerzo de imposible ejecución con las ratios y los recursos que se les reservan; que, en fin, oculta tras la mejora en las tasas de idoneidad, de titulación y de abandono escolar temprano un sistema que no exige casi nada a los alumnos y alimenta una promoción tras otra de analfabetos funcionales, incapaces de comprender un texto de mínima complejidad, leer sin ayuda de una adaptación infantiloide una obra clásica de nuestra literatura o fijar la atención en algo que no sea una pantalla más allá de unos pocos minutos.
Formar ciudadanos responsables, libres y críticos exige todo lo contrario: currículos menos cargados, pero cuya superación sea requisito verdadero para la titulación; menos burocracia inútil y clases mejor preparadas; docentes bien formados en sus disciplinas y en la forma de enseñarlas sin presión alguna para aprobar a quien a su juicio no lo merezca; más lectura y desde más temprano, en libros, no en pantallas, que no parezcan la primera cartilla hasta la Universidad, y, sobre todo, recursos suficientes para atender de verdad a la diversidad, dando a cada cual lo que necesita, pero exigiendo a todos el máximo de lo que pueden dar. Porque la pedagogía del juego es magnífica en educación infantil, pero un engaño si no se acompaña de una exigencia creciente en las etapas posteriores, donde solo el buenismo más pueril puede creer en serio que regalar a los alumnos lo que no se merecen, porque no han luchado por conseguirlo, va a enseñarles en la vida algo distinto de la funesta convicción de que su mera existencia les hace acreedores a todo, olvidando que cuanto existe es fruto del trabajo de otros y cuanto se da graciosamente a quien pudiendo ganárselo no lo ha hecho es porque antes se les ha robado a aquellos. Me gustaría estar equivocado en mi análisis y que alguien cargado de buenos argumentos me lo demostrase. Pero me temo que nadie lo hará. Por desgracia, en nuestros días el debate de ideas ha dejado el campo libre a los eslóganes y las descalificaciones. No cabe extrañarse de ello. Nuestro sistema educativo hace décadas que enarbola, mientras proclama lo contrario, aquel funesto lema erróneamente atribuido a la Universidad de Cervera: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar». Así nos va.
Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación