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Luis E. Íñigo

¿Están nuestros docentes bien preparados?

El resultado es desastroso. La debacle que evidencian los procesos selectivos redunda en la existencia en las aulas de los centros públicos de un porcentaje enorme de profesores interinos

El artículo de hoy es, o pretende ser, uno de esos recordatorios incómodos, que vienen a poner el dedo en la llaga de un problema que casi nadie reconoce, o, peor aún, que casi nadie quiere reconocer. Sucede así porque hacerlo supone arriesgarse a recibir una devastadora ola de críticas que, lejos de responder a su osadía con argumentos contundentes y sosegados –cuando se dispone de ellos no es necesario alzar la voz– tratan de acallar al osado discrepante mediante el viejo recurso de elevar el tono, apelar al argumento ad hominem o incluso traspasar la frontera de la ofensa personal.

Nada extraño, por supuesto, en esta era en la que las consignas y las descalificaciones automáticas (fascista por encima de todas ellas) sustituyen con tanta frecuencia al debate sano y respetuoso. Además, para nuestra clase política es mucho más cómodo tratar de esconder los problemas tras la habitual apelación al buenismo que neutraliza la capacidad crítica de la ciudadanía que ponerlos sobre la mesa y proponer medidas que los resuelvan o, al menos, traten de hacerlo. La democracia no es eso; no debería serlo en modo alguno, pero no cabe duda de que es en eso en lo que se está convirtiendo.

Pero sigamos aquí poniendo nuestro granito de arena para que esto no suceda, o al menos no les resulte tan fácil conseguirlo a quienes tanto disfrutan con ello. Hablemos, de nuevo, de nuestros profesores. El mensaje oficial de nuestros políticos, en esto poca diferencia hay, es que son, todos ellos excelentes profesionales –todo el mundo lo es, aunque en este país el absentismo laboral supone la pérdida del 7,5 % de las horas de trabajo totales mes a mes– y merecen el máximo reconocimiento social. Dejando de lado que se trata tan solo de palabras, y que el abandono de nuestros docentes por parte de la Administración pública es palmario, no cabe tampoco ocultar sus limitaciones.

Y estas son más que evidentes. Nuestros docentes están cada vez peor preparados. Lo están para atender a una diversidad cada vez más extensa y profunda en el alumnado que ponemos en sus manos, fruto de una sociedad a cada momento más heterogénea en todos sus aspectos, pero también con problemas crecientes de salud mental –seis millones de españoles toman ansiolíticos a diario, no lo olvidemos–, pero ¿lo están también en el dominio científico y didáctico de las materias que imparten? Todo indica que no.

Buena prueba de ello son los resultados que, año tras año, obtienen los aspirantes a obtener plaza en alguno de los cuerpos en que se ordena nuestra función pública docente. Sin ir más lejos, en los procedimientos selectivos de este año, que se han desarrollado en el mes de junio, no han logrado superar el primero de los ejercicios de los que consta la prueba, el que evalúa los conocimientos específicos de cada especialidad y el dominio de las correspondientes habilidades técnicas, el 60 % de los presentados, con resultados llamativos en algunas comunidades autónomas: 16,5 % de aprobados en Aragón y en torno al 20 % en Castilla-La Mancha y Murcia. Sorprenden tales resultados cuando de lo que se trata es de demostrar que a uno no le han regalado el título universitario que cuelga de la pared de su dormitorio y el máster de capacitación docente que lo acompaña. Por supuesto, los resultados empeoran mucho cuando se trata de demostrar, de la curiosa forma que la oposición plantea, pues los alumnos brillan por su ausencia y a la clase que debe impartir el aspirante a docente solo asiste el tribunal, la competencia pedagógica y didáctica. Entonces la masacre alcanza dimensiones homéricas y el número de plazas que quedan sin cubrir, hace unos años inexistente, se dispara. Se estima que casi una de cada cuatro plazas convocadas este año (más de 3.900 de un total de 16.647) no se ha cubierto, con Baleares (53 % de vacantes), Castilla y León (52 %) y Madrid (36 %) entre las comunidades más afectadas. Sorprenden estos resultados, porque no se trata de que falten aspirantes —son numerosas las especialidades en que se presentan 70, 80 y hasta 100 opositores por plaza—, sino de que su nivel de conocimientos es, por lo común, tan bajo, que no hay entre ellos ni siquiera el exiguo número necesario para cubrir las plazas ofertadas.

El resultado es desastroso. La debacle que evidencian los procesos selectivos redunda en la existencia en las aulas de los centros públicos de un porcentaje enorme de docentes interinos. Este hecho lastra al sistema educativo con una inestabilidad que en nada beneficia a los centros, que solo con dificultad pueden aprobar proyectos educativos coherentes y duraderos, pero menos aún a los alumnos. Esto es, con mucho, lo más grave, pues no debemos olvidar que esos docentes interinos se reclutan todos ellos entre quienes han suspendido las oposiciones, en ocasiones una y otra vez, y que si algo han demostrado, por supuesto con honrosas excepciones, es su evidente falta de competencia, no solo práctica, sino a menudo teórica. En pocas palabras, son, en un número muy elevado, profesores que ignoran su materia, y mal puede nadie enseñar aquello que ignora. Y es más, en algunas especialidades en las que la demanda es elevadísima, llegan a impartir clases personas que han obtenido un cero en la oposición, o una calificación muy cercana. ¿No es esto un verdadero despropósito? ¿Alguno de nosotros se pondría en manos de un médico que ha demostrado ignorarlo todo de su profesión? ¿O le encargaría diseñar su casa a un arquitecto incapaz de dibujar un plano? Sin embargo, la Administración lo hace todos los días con nuestros hijos. Pero no se preocupen: en este país todo el mundo es un excelente profesional y si se te ocurre cuestionarlo es porque ¿lo adivinan ustedes? Sí, han acertado: porque eres un fascista.

Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación

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