España rota
¿Hay salida a esta situación? ¿Pueden remendarse las costuras del cuerpo nacional? Parece difícil. De haberla, no puede ser ceder una vez más ante las exigencias de los nacionalismos periféricos
Hay que decirlo alto y claro: España está rota. No lo está porque un número significativo de españoles no deseen serlo, sino porque son ellos los que imponen su voluntad a los demás, los que gobiernan realmente sirviéndose de persona interpuesta, la de un presidente sin principios, ideología ni programa cuya única meta es perpetuarse a toda costa en el poder.
¿Hay salida a esta situación? ¿Pueden remendarse las costuras del cuerpo nacional? Parece difícil. De haberla, no puede ser ceder una vez más ante las exigencias de los nacionalismos periféricos impulsando una reforma constitucional que introduzca en nuestra Carta Magna el federalismo disimétrico, en realidad una mera institucionalización de privilegios para sus regiones; el blindaje de las lenguas cooficiales, esto es, la renuncia al castellano como lengua vehicular de la enseñanza; y, como colofón imprescindible, el ansiado derecho de autodeterminación de los futuros estados federados, que introduciría en el sistema un factor de inestabilidad inadmisible en un régimen democrático y una poderosa herramienta de chantaje que tornaría imposibles las políticas orientadas a la redistribución de rentas entre los individuos.
Tampoco puede buscarse la salida, tan cara a nuestro presidente y al títere que sirve a sus intereses en el Tribunal Constitucional, en una lectura flexible de la Carta Magna. Tal cosa no es sino un engaño manifiesto, construido sobre el presupuesto de que la Constitución admite tantas interpretaciones como sea necesario, en función de los intereses de la mayoría que las ampare, que no sería otra que la conformada por la alianza de la izquierda con los independentistas. Pero con ella todos quedarían contentos. La primera se aseguraría su permanencia en el poder, aun al precio de renunciar casi por completo a la presencia del Estado en el País Vasco y Cataluña, y los segundos, una total libertad de acción en sus respectivos territorios, donde podrían entregarse al descuaje de cuanto queda en ellos de nación española, tanto en lo que se refiere al sentido de pertenencia de sus ciudadanos como a la aplicación efectiva de las leyes estatales. Por supuesto, más de la mitad de los españoles rechazarían algo así, pero eso, lejos de ser un problema, sería una ventaja añadida para aquellos cuyo sectarismo es tan intenso que no comprenden la democracia como alternancia de opciones en el marco de unas reglas de juego compartidas que han de respetarse a toda costa, sino como mera palabrería cuya interpretación puede torcerse a voluntad con el objetivo de denostar sin freno al contrario y perpetuarse en el poder.
Quedaría, por supuesto, otra opción, la más sensata, la más democrática, la más conforme a las reglas del derecho y la justicia: reconstruir el consenso. Hablamos, por supuesto, de un consenso real, es decir, un acuerdo que incorpore a todas las fuerzas políticas o, al menos, a las que representan a la inmensa mayoría de la población, en torno a una idea de nación respetuosa con la diferencia, pero encarnada en un Estado de ciudadanos libres e iguales, unidos en la defensa de una patria común capaz de amparar los derechos de todos. Pero ya es tarde. Los partidos nacionales no pueden ofrecer como moneda de cambio romper con su jacobinismo inicial y abrirse a la pluralidad cultural de España por la sencilla razón de que ya lo hicieron décadas atrás. Tampoco es posible ya ofrecer un nuevo nacionalismo español incluyente construido sobre valores y principios, y no sobre la historia, la lengua y la cultura, pues los independentistas ya han demostrado con claridad que no sienten, ni han sentido nunca, lealtad alguna ni hacia la nación ni hacia el Estado. La partida, ahora, es otra. Y en ella todos los triunfos han quedado en manos de los que han perdido todo escrúpulo, ético, legal e institucional, en su defensa de unos objetivos políticos que no cabe calificar sino de espurios, y no porque sea ilegítimo en modo alguno rechazar la existencia de la nación española o perseguir la independencia de un territorio, sino porque tales objetivos han quedado irreparablemente contaminados por los medios que se han usado para tratar de llevarlos a la práctica: la imposición, la mentira, la manipulación y, sobre todo, el ataque indisimulado a la ley y al derecho.
Resta, por último, otra salida: reconstruir el consenso, sí, pero dejando fuera de él a quienes no lo desean ya, los independentistas y la izquierda populista, sanchismo incluido, buscando tan solo un gran acuerdo de estado que permita cerrar de una vez por todas el delirante proceso de transferencias competenciales a las comunidades autónomas y modificar la ley electoral para introducir un quórum de sufragios como condición para acceder a representación en el Congreso, impidiendo así el chantaje continuo de los partidos que solo persiguen, como ya no se molestan siquiera en disimular, la destrucción de España. Nada hay en ello de reaccionario y menos aún de antidemocrático. Bien al contrario, es mucho más democrático que el Gobierno dependa de los partidos mayoritarios, llamados a entenderse en beneficio de todos, que de unas minorías desleales que, en el mejor de los casos, buscan tan solo el bien para sus territorios, cuando no los propios intereses de sus clientelas, celosamente alimentadas a los pechos del Estado durante décadas so pretexto de la necesaria construcción nacional de sus regiones. Y es mucho más progresista un Gobierno libre para poner en marcha políticas de redistribución de rentas en beneficio de los más humildes, sin distinción de residencia ni peajes en forma de recursos transferidos de manera preferente a las regiones capaces de bloquear su aprobación valiéndose de la utilidad marginal de sus escaños. Por supuesto, esta opción exige valentía, claridad, pedagogía incluso, por parte de unos líderes políticos que quizá las han perdido hace mucho. Pero si lo que se pretende es que sobreviva en España un Estado de derecho digno de tal nombre, no existe otra.
Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación.