Fundado en 1910
Luis E. Íñigo

Jóvenes desencantados, políticos sin escrúpulos

A los voceros de la izquierda les faltó tiempo para proclamar que el auge de los populismos se debe al desconocimiento que sufren los jóvenes españoles de la dictadura franquista, la cual, según ellos, no se estudia de forma adecuada en las aulas de colegios e institutos

Como afirmara, con razón, Ralph Keyes, creador del concepto de posverdad, nos vemos forzados a habitar en un mundo en el que importa más el relato, la manera en la que la información sobre la realidad llega a las masas, que la realidad en sí misma; un mundo en el que las emociones y los sentimientos, convenientemente manipulados, son mucho más eficaces que los hechos objetivos a la hora de dar forma a la opinión pública.

Es cierto que se trata, más que nada, de una cuestión de grado. Los políticos, al menos un buen número de ellos, no han tenido nunca reparo en manipular la verdad si con ello lograban con mayor facilidad sus objetivos. En 1769, durante la guerra de la independencia de los Estados Unidos, John Adams, uno de los padres fundadores de la nueva nación americana, relataba en su diario cómo había pasado la noche inventando historias falsas para minar la autoridad real en Massachusetts. Y George Orwell escribía en 1938, recordando su experiencia en el bando republicano durante nuestra Guerra Civil, que en España había visto por primera vez «noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos», evidencia que le parecía aterradora, porque le hacía creer que incluso la idea de verdad objetiva estaba «desapareciendo del mundo».

En nuestros días ya lo ha hecho. La verdad no compite ahora con la falsedad, la ignorancia, la tontería o la mentira, todas ellas categorías de lo falso distintas en su grado de responsabilidad moral, sino con otras «verdades» que, a diferencia de las anteriores, no la sustituyen, sino que conviven con ella, reclamando sin reparos igual dignidad y estatus. Los algoritmos que determinan el funcionamiento de las páginas de noticias de Internet, una fuente preferida de manera creciente por el público a los artículos de prensa o los debates televisados, moldean la información para adecuar su contenido a las preferencias políticas de sus lectores, reforzando así sus ideas preconcebidas o alimentando sus prejuicios para servir a la voluntad de quienes las financian.

Todo ello alimenta sin cesar la polarización. Los matices desaparecen; las ideas se simplifican; las posturas se radicalizan. El populismo, de uno y otro signo, gana terreno, y la democracia, que no hace tanto nos parecía sólida, se debilita día a día, huérfana de líderes comprometidos con sus fundamentos y de una opinión pública dotada de las herramientas intelectuales que la protejan contra los demagogos.

El proceso nos alcanza a todos, pero muy especialmente a los jóvenes. Nunca como ahora han despertado tan pocas simpatías entre ellos los partidos tradicionales, en retirada frente a las nuevas opciones políticas, cuyas consignas sencillas y sus posiciones nítidas, aunque en extremo simples, les resultan mucho más atractivas. Y no son solo los viejos partidos los que retroceden, sino, lo que es mucho más grave, la fe en la democracia. A finales del mes pasado, una encuesta realizada en nuestro país a jóvenes de entre 18 y 28 años revelaba que casi uno de cada cuatro varones comprendidos en ese rango de edad preferiría, en determinadas circunstancias, un régimen autoritario. Los datos de los países de nuestro entorno no son muy distintos y alguno, como Hungría o Polonia, incluso los supera.

Por supuesto, a los voceros de la izquierda les faltó tiempo para proclamar, a voz en grito, que esto se debe al desconocimiento que sufren los jóvenes españoles de la dictadura franquista, la cual, según ellos, no se estudia de forma adecuada en las aulas de colegios e institutos. Pero se trata de una falacia, máxime cuando padecemos un Gobierno cuyo cínico argumentario ideológico nos martillea día tras día con referencias al dictador que murió hace medio siglo en la cama de un hospital mientras trata de arrojar un tupido manto de olvido sobre la violencia etarra de ayer mismo, nunca condenada por ciertos partidos cuyos votos necesita para sobrevivir. Si nuestros jóvenes están desencantados con la democracia es porque, desde su punto de vista, la democracia nada tiene que ofrecerles. Salarios reales bajos, vivienda inaccesible y un futuro poco prometedor son su día a día, bien distinto del de unos políticos que, con un desparpajo doloso, se llenan la boca con cifras de crecimiento del PIB que en nada benefician a los ciudadanos y los bolsillos con mordidas arrancadas a empresas y particulares entre protestas de inocencia prístina, mientras parecen mucho más preocupados por proteger los intereses de las minorías de cualquier tipo, alimentando su pulsión identitaria, que la esperanza de toda una generación.

Poco puede hacer la educación contra eso. Nuestros jóvenes pueden ser jóvenes, pero no son tontos, ni tampoco ciegos. Podemos trabajar en las aulas el pensamiento crítico, incrementando la carga lectiva de la historia y la filosofía, fomentando la lectura, multiplicando la discusión y el debate. Pero de poco servirá si, fuera de ellas, la peor clase política de nuestra historia continúa convirtiendo en papel mojado los derechos de tantos en beneficio de tan pocos mientras sus más conspicuos representantes mienten con el descaro de aquellos que incluso han perdido ya la capacidad de distinguir la verdad de la mentira y consideran justificado cualquier medio para asegurar su permanencia en el poder.

No debemos olvidarlo: el Estado de derecho es frágil. No sucumbe ya a manos de militares que asedian el palacio de la Moneda, ni de generales audaces que entran a caballo en las Cortes. Muere despacio, en silencio, víctima de líderes sin escrúpulos que fuerzan cada día un poco más los límites de la Constitución y de pueblos anestesiados que solo despiertan cuando se dan cuenta de que han perdido la libertad. No son nuestros jóvenes los culpables; lo son nuestros políticos.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación

Temas

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas