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18 de abril de 2024

Paella wird auf einem Grill zubereitet.

¿Por qué no debes pedir nunca una paella en Nueva York?GTRES

Gastronomía

¿Por qué no debes pedir nunca una paella en Nueva York?

El viajero busca el contraste, la singularidad, lo que conduce a una sociedad a ser como son y no de otra manera. Algo auténtico, si es que verdaderamente esto existe

Cuando uno se encamina hacia una ciudad diferente, a otro país, y cuanto más, a otro continente, trata de descubrir ese espíritu que hace que la vida sea allí diferente. El viajero busca el contraste, la singularidad, lo que conduce a una sociedad a ser como son y no de otra manera. Algo auténtico, si es que verdaderamente esto existe.
Ese hálito que impulsa a viajar está motivado no solo por el traslado, que a fin de cuentas es lo de menos, más bien por conocer cómo viven otras gentes, cómo es su arquitectura, las cualidades de su clima; de qué manera han conseguido adaptar sus ciudades y por supuesto, qué cosas comen. La gastronomía es cada vez más un estímulo poderoso para el viajero.
Así que, si uno va a Nueva York, le chocaría extraordinariamente encontrarse con el Big Ben o si se encamina a Estrasburgo sería raro encontrar la barcelonesa Sagrada Familia. Pues no se extrañen, que eso exactamente es lo que ocurre con la gastronomía en la actualidad. Es posible encontrar la xouba gallega –de Vigo, exactamente, dicen– fuera de temporada en cualquier lugar –fuera de Galicia–, la trufa fresca en marzo y las alcachofas recién recolectadas en agosto. Y con frecuencia platos sorprendentes, como unos inadaptados en casa ajena. Y uno lo oye y se calla, claro. Hay una cierta connivencia del comensal con el metre en esto. Con frecuencia todos saben todo y se conviene en no señalar la ficción por si viene bien vestida.
Esto ocurre por muchos motivos, en primer lugar porque muchos comensales no conocen a fondo la gastronomía. Pero esa no es su obligación, es el restaurante el que debe asumir la veracidad de sus productos y sus afirmaciones. Por otro lado, sucede porque en el propio restaurante suele gustar lo diferente; a veces se considera que la catedral local es insuficiente, y quieren ofrecer la ópera de Sídney, si me permiten la metáfora. Y es una pena, porque se produce una circunstancia patética, que es la pérdida de la cocina autóctona.
Las cocinas populares nacen de la capacidad de una sociedad de sacar el mayor partido de sus productos básicos, que han elaborado durante cientos de años, cuando no milenios, con un exquisito cuidado para que diera rendimiento para las familias numerosas. Es decir, los cereales, las legumbres y las hortalizas de temporada, a grandes rasgos, si me permiten. Y hechas de tal forma que en cada lugar son diferentes, porque expresan el entorno, el clima y la cultura que los hombres han desarrollado. Y así, hay polenta en Italia, antiquísima hija del puls romano, hay empanadas en Galicia, paellas de la huerta de Valencia, o gachas de avena en la campiña inglesa. Cereales en diferentes formas y expresados singularmente. En sus expresiones más sencillas son la versión de las cocinas populares, pobres, reflexionadas, trabajadas. Dignas.

Cocinas autóctonas

Pero por su origen modesto, precisamente, es difícil encontrar las versiones auténticas en innumerables restaurantes. Hay excepciones, y algunos de los platos que he citado se consumen con frecuencia en lugares turísticos, como sucede con las versiones más lujosas de la paella, por ejemplo. Pero se olvidan tantos, se pierden tantos… y en realidad no es exactamente el fondo de la cuestión, pero es posible que sea el resultado de considerar que las cocinas autóctonas «son poco». Y esto es como si consideráramos que la arquitectura local es insuficiente frente a ricos turistas que tienen en sus ciudades magníficos y mejores monumentos. Y, sin embargo, el viajero inteligente busca precisamente esa diferencia, esa cocina local, probablemente pobre en sus orígenes, pero renacida bajo otro prisma en el s. XXI.
El resultado de esta medio vergüenza es que es difícil conseguir probar platos auténticos cuando uno viaja. A no ser que se mueva mucho, prepare cuidadosamente su viaje y encuentre algún apoyo local. Y se extraña ante el esfuerzo titánico de la cocina muy técnica y elaborada, en la que es visible que se ha trabajado durante horas, aunque no siempre con buenos resultados. Todas las cocinas deben coexistir, desde luego, pero no hay nada mejor que probar pescados preparados de forma sencilla en lugares junto al mar, guisos y estofados tierra adentro, frutas tropicales donde las haya, o simples postres de fruta de temporada guisados al amor de una lumbre. Aromáticas lonchas de lomo ibérico en Extremadura y quesos de tiernas entrañas, papas arrugás (y alguno de los innumerables mojos) en Canarias. Pescados que se funden al tacto con la pala en la costa cántabra.
No traten de estirar lo que no se puede estirar. Un postre servido sobre lascas de pescado sabe a pescado a pesar de toda la vainilla que le pongan. Ser sostenible no significa que sirvan los restos o las mondas de verduras transformadas; no es necesario exagerar ni dedicar un exceso de tiempo a reutilizar algo que no debe ser utilizado en un restaurante. Comer bien es como la elegancia bien entendida, un acto sencillo y hermoso, confortable para todos y perfumado con el espíritu que animó una tierra. Siempre con esa inmensa dignidad. Y caben y deberían caber con más generosidad las cocinas populares, esas magníficas hijas de la tierra y de la historia. Porque comer bien es un acto elegante y culto.
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