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04 de mayo de 2024

El ministro de Educación Nacional, José Ibañez Martín (c), acompañado por el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo Garay (d), el presidente de la Academia de Bellas Artes

El ministro de Educación Nacional, José Ibañez Martín (c), acompañado por el obispo Leopoldo Eijo Garay (d)EFE

El mundo crepuscular de José Ibáñez Martín

El joven historiador y geógrafo dio el salto definitivo al foro en la política local murciana durante la experiencia autoritaria del general Primo de River

El 14 de julio de 1945, al defender en las Cortes su Ley de Educación Primaria, José Ibáñez Martín parafraseó a Donoso Cortés: «La política nada vale cuando no la alienta como estímulo supremo la fuerza creadora del entusiasmo». Ibáñez Martín, turolense, nacido en Valbona en 1896, era uno de los jóvenes que, desde principios de siglo, habían sido movilizados por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas: espiritualidad ignaciana, piedad, estudio, atención a las sugerencias de los Papas, buena retórica y la prudencia necesaria para dar vida al pensamiento.
Licenciado con Premio Extraordinario en Historia y Derecho en Valencia, el joven Ibáñez Martín, que ganó en 1922 la cátedra de Geografía e Historia del Instituto en Murcia, formaba parte también de una generación de profesores que había experimentado un cambio científico auspiciado por nuevos métodos y pensiones de estudio en el extranjero y para la cual la cátedra era tanto un servicio delegado por el Estado como una tribuna privilegiada para regenerar España. La de Ibáñez Martín fue la de Menéndez Pelayo, luz de Trento. El joven historiador y geógrafo dio el salto definitivo al foro en la política local murciana durante la experiencia autoritaria del general Primo de Rivera, hoy casi centenaria, para la cual la creación de pantanos y la enseñanza de la Historia de España suponía un mismo esfuerzo de redención.
En el Ministerio de Educación Nacional, el alcalde de La Coruña, ofrece al ministro del Departamento, José Ibáñez Martín (c) una placa de plata, por el que se le nombra hijo adoptivo de la ciudad gallega.- EFE / jt

Homenaje a José Ibáñez Martín (c) en La CoruñaEFE

En 1939, su entusiasmo sintonizaba con la pasión de la posguerra y el no menor interés que suscitaba la educación. Serrano Suñer le promocionó al ministerio de Educación Nacional, que regentaría durante un largo periodo, hasta 1951, en el que terminó de trazar las líneas maestras de la instrucción pública del régimen de Franco a través de leyes como la de Ordenación de la Universidad española (1943) o la de Educación Primaria (1945), reglas amplias como habían soñado los liberales decimonónicos, pero para una nueva enseñanza que hiciera posible, esta vez sí, una nueva versión del Estado que habían imaginado. La Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, creada en Madrid en 1943, así como las nuevas Facultades (antes escuelas) de Veterinaria y, en general, su respaldo a las universidades de provincias, constituyen un buen símbolo de su intención de movilizar todas las energías disponibles en una mezcla de teoría y aplicación. Ibáñez Martín continuó la política depuradora al uso, que él mismo había sufrido al ser cesado de su cátedra el 23 de febrero de 1936 por el gobierno republicano. Los nuevos profesores, cuya selección controlaron tanto el Ministerio de Educación Nacional como los distintos clanes establecidos en las facultades, debían colaborar con el Estado en la evangelización y el desarrollo intelectual y económico del país.

El problema de España era, para todos, un problema de educación y obediencia a un Estado con rasgos paternales

Aunque con muchos resquicios y vías de escape, desde el gobierno, con el respaldo de una parte no poco relevante de la sociedad, se impuso un cierto nacionalismo para articular la convivencia. Ibáñez Martín quiso dotar a la nueva educación nacional de bases teóricas. El ejemplo más claro de este empeño fue la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en 1939, que presidió hasta 1967. Sin embargo, su política no pudo desembarazarse de toda una madeja de tensiones que revelaban problemas profundos. Estas cuestiones, en el quicio de una modernidad anquilosada, nos hablan de un idealismo obligatorio, pero frustrado con la realidad y enfrentado con otros que se arrogaban la misma autoridad. Ibáñez Martín hubo de lidiar con proyectos como el de los falangistas reunidos en torno a su primer valedor, Serrano Suñer, o los jóvenes catedráticos de la posguerra que, en torno a la revista Arbor, proponían una alternativa monárquica al calor de Menéndez Pelayo.
El embajador alemán en Madrid, Hans Heinrich Dieckhoff (segundo desde la izquierda) y el ministro español de Educación José Ibáñez Martín (primero desde la izquierda) visitan las salas del recién reabierto Museo del Prado

Ibáñez (izq), junto al embajador alemán Hans-Heinrich Dieckhoff, visitando el Museo del Prado en 1944

Todos estaban envueltos en un intento de interpretar ideológicamente la tradición política española y en un examen de conciencia de la cultura española tras la Guerra Civil. Telefonazos, cartas violentas, debates airados en las Comisiones de las Cortes, en el mismo despacho del ministro… un sinfín de discusiones que dieron al traste con algunas leyes, instituciones y profesores, pero desconocidos por el español de a pie. Estos asuntos apuntaban a cuestiones que, en el fondo, habían preocupado por igual a derechas e izquierdas, porque demostraban el declive de las coordenadas ideológicas con las que, salvadas las circunstancias, trataban de construir su ciudad perfecta a través de una política autoritaria que trató de ser pedagogía. El problema de España era, para todos, un problema de educación y obediencia a un Estado con rasgos paternales.

Todos estaban envueltos en un intento de interpretar ideológicamente la tradición política española y en un examen de conciencia de la cultura española tras la Guerra Civil

El político turolense, en medio de no pocas críticas, trabajó a destajo y proyectó soluciones ambiciosas en jornadas extenuantes a caballo entre el Ministerio y el CSIC. En este empeño tal vez su lección más sobresaliente fuera su capacidad de asumir, tal y como refleja su correspondencia, que cierta mirada al pasado podía llegar a ser una peligrosa abdicación de las responsabilidades del presente. Por otro lado, una nueva sociedad y cultura se iban haciendo presentes en la faz de España. De la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas egresaban economistas profesionales y en el CSIC se formaban nuevos equipos científicos, sobre todo en ciencias aplicadas, pero el idealismo nacional que había teñido su creación declinaba poco a poco.
Ibáñez Martín pensó que, en este punto, al que había llegado tratando de ser consecuente con su Fe y su patriotismo, su esfuerzo había sido estéril. Advirtió, sin embargo, que, si no se había cumplido con la expectativa, se debía en buena medida a la falta de entusiasmo y responsabilidad personal de catedráticos y estudiantes. Sus colaboradores notaron antes de su muerte, producida en 1969, cómo su ánimo se ensombrecía con cierta nostalgia y desencanto. Pero su vida, casi medio siglo de política y educación en España, sigue poniendo sobre la mesa la crisis de una cosmovisión que no parece haberse desvanecido. En este sentido, resulta más razonable estudiar con serenidad sus causas que tomar partido por el romanticismo oficial, impuesto hoy en forma de memoria.
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