El sangriento pasado colonial de Francia que el revisionismo histórico olvida
Para mantener el imperio construido estuvo dispuesta a desatar guerras y perpetrar, en la segunda mitad del siglo XX, masacres contra sus antiguos súbditos que iban a dejar machadas de sangre las manos de varias generaciones de galos
La Revolución Francesa supuso el principio del fin del Antiguo Régimen, el final de una sociedad cimentada sobre la desigualdad entre las personas que la integraban por causa de su nacimiento. Su lema «Libertad, Igualdad, Fraternidad» se suponía que iba a cambiar el mundo, y en cierta forma lo hizo, al tiempo que ha llenado de orgulloso 'chauvinismo' al pueblo francés.
La república francesa se cimentó sobre las cabezas cortadas de Luis XVI, de su esposa María Antonieta y de muchos nobles que se habían hecho acreedores de ir a la guillotina por formar parte de un mundo que estaba condenado a desaparecer.
Muy pronto el lema de la Revolución se truncó en un régimen tiránico y asesino de manos del ciudadano Robespierre, el Terror, que terminó guillotinado por el sector más moderado de la Revolución.
Los valores humanitarios de la Revolución no impidieron que Francia, al igual que Gran Bretaña, Rusia, Bélgica, Holanda y más tarde Estados Unidos, Alemania, Italia y Japón se lanzasen en el siglo XIX a crear imperios coloniales cuanto más grandes y cuanto más expoliadores mejor.
En el siglo XIX, en la época del Nuevo Imperialismo, la expansión colonial de muchas naciones europeas se veía no solo como una necesidad en la lucha por el poder, también como algo «bueno» para los pueblos nativos sometidos al hombre blanco, pues con la colonización llegaba la civilización. Rudyard Kipling expresó este pensamiento en su imperialista y muy victoriano poema La carga del hombre blanco.
La Primera Guerra Mundial, como consecuencia de la entrada en guerra de los Estados Unidos y, a instancias del utopismo de Wilson, el entonces inquilino de la Casa Blanca, parecía que iba a poner fin a la existencia de los imperios coloniales, pero no fue así. Gran Bretaña y Francia maniobraron en la Sociedad de Naciones para quedarse con los despojos de los imperios de Alemania y Turquía bajo la torticera forma de Mandatos.
La dos guerras mundiales fueron, en cierta forma, dos conflictos de redistribución colonial en los que el premio gordo eran los enormes territorios, hasta entonces propiedad del hombre blanco, de los cinco continentes. Pero el final de la Segunda Guerra Mundial evidenció un tiempo nuevo, la división del planeta bajo la influencia y los designios de dos nuevas grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviéticas, imperialistas de nuevo cuño. En 1945 los viejos imperios del siglo XIX estaban condenados a desaparecer, aunque no se habían dado cuenta aún de su destino.
Inglaterra, Bélgica, Holanda, Francia intentaron conservar sus posesiones de ultramar mediante el uso de la fuerza. Francia se lanzó a un ciclo bélico para sostener un imperio que ya estaba condenado a perder. Para mantenerlo estuvo dispuesta a desatar guerras y perpetrar, en la segunda mitad del siglo XX, masacres contra sus antiguos súbditos que iban a dejar machadas de sangre las manos de varias generaciones de galos.
En 1945 se produjo en Argelia una revuelta musulmana contra el dominio colonial francés que costó la vida a un centenar de europeos. La respuesta francesa se saldó con la muerte de 80.000 argelinos. En marzo de 1947 se produjo otra revuelta contra Francia, ahora en Madagascar, donde 37.000 colonos galos dominaban un país con 4,2 millones de habitantes. La insurrección fue sometida al coste de más de 90.000 súbditos malgaches de París aniquilados.
La Francia que había soportado con una sonrisa la ocupación alemana no mostró el menor atisbo de compasión con sus súbditos coloniales. En Indochina, Francia no desarrollaba una política muy distinta a la que tenía en Argelia o en Madagascar. Era una realidad colonial que otras naciones occidentales ejercitaban en sus posesiones de ultramar de forma muy parecida. Los británicos no podían asustarse de lo que estaba pasando en Indochina, pues ellos en Malasia, Kenia, Chipre o Adén actuaban con igual o mayor dureza que los franceses. Las guerras coloniales, revestidas de lucha contra el comunismo, no eran aptas para estómagos sensibles.
Francia mantenía el control de su más apreciada colonia, Indochina, gracias a 62 batallones de infantería, 13 de ellos norteafricanos —los más temidos y odiados por los vietnamitas—, tres de paracaidistas y seis de la Legión Extranjera. A pesar de la dureza de la colonización francesa Washington decidió apoyar a París en su intento de perpetuarse en Indochina. La Guerra de Corea resultó fundamental para que los estadounidenses apoyaran a los franceses en Indochina.
A principios de 1951 Francia recibía de los Estados Unidos 7.200 toneladas mensuales de equipamiento militar que pronto se convirtió, después de la visita del general De Lattre de Tassigny a los Estados Unidos, en el envío de 130.000 toneladas de material para las tropas galas de Indochina, incluidas 53.000.000 de balas, 8.000 camiones y jeep, 650 carros de combate, 200 aviones, 14.000 armas automáticas y 3.500 equipo de radio. A finales de 1953, la nueva administración republicana de Eisenhower financiaba el 80 % del coste de la guerra de Indochina, que se elevaba a 1.000 millones de dólares al año. Estados Unidos gastó 2.500 millones de dólares para financiar la guerra de Francia en Vietnam.
Los más de siete años y medio que duró la guerra de Indochina provocó a Francia algo más de 90.000 muertos, siendo 175.000 los soldados comunistas vietnamitas muertos y causando más de 252.000 muertos entre la población civil indochina. La secuela de esta guerra, la guerra del Vietnam, se prologaría hasta 1975, con varios millones de muertos más.
La derrota en Dien Bien Phu de las tropas galas obligó a Francia a dejar Indochina. Esta derrota no supuso una lección, pues París se embarcó en una nueva guerra colonial con el objetivo de intentar conserva Argelia, un territorio en el que vivían desde hacía casi un siglo miles de franceses metropolitanos, los pieds noirs. Esta nueva guerra provocó casi medio millón de muertos entre los argelinos y treinta mil entre los franceses. La Guerra del Rif, que duró 16 años, en la que combatieron fundamentalmente soldados españoles, solo causó 10.000 muertos y el doble de heridos entre combatientes y civiles del norte de Marruecos, entonces protectorado español.
Argelia demostró a Francia que la época de los imperios coloniales era cosa del pasado y cambio su estrategia para seguir defendiendo sus intereses, fundamentalmente en el África Subsahariana. Iba a nacer la comunidad del Franco CFA (Franco de la Comunidad Financiera Africana). Lo que no se había logrado defender con las armas en la mano se defendería ahora mediante la alta diplomacia del dinero y envío de ejércitos para cooperar y mantener en el poder a los nuevos gobiernos ya independientes amigos.
Hoy día la leyenda negra que aún se esgrime contra España, a pesar de ser sabido que es una leyenda, sigue teniendo éxito entre muchos de nuestros vecinos europeos. Nadie parece querer recordar a los franceses su negro y reciente pasado, salvo las masas de emigrantes que viven en los suburbios de las grandes ciudades francesas que ni olvidan ni perdonan.