Fundado en 1910
Napoleón y el Papa Pío VII en Fontainebleau

Napoleón y el Papa Pío VII en Fontainebleau

Así defendió el futuro Papa Pío VII la fe y la democracia ante la invasión napoleónica de 1797

El obispo de Ímola intentó explicar a sus fieles que no debía haber incompatibilidad entre la forma democrática de gobierno y la constitución de la Iglesia, siempre y cuando se intentara practicar honestamente

La Francia revolucionaria, desde 1792, impulsó una serie de guerras de conquista y expansión en Europa. Italia se convirtió en uno de sus objetivos en varias campañas. Y así, el 3 de febrero de 1797, las banderas francesas amenazaron desafiantes, a las ciudades de Ímola, Forlí y Faenza en los Estados Pontificios. Siete días más tarde, Napoleón Bonaparte entraba triunfalmente en Ancona donde convocó al clero local.

El joven general les recibió con gravedad, mandó predicar el Evangelio sin entrometerse en asuntos políticos a los sacerdotes, asegurándoles que la religión sería respetada. Se quejó de la huida del obispo de Ancona, aunque admitió que el de Imol no había huido. No le había visto a su paso, pero sabía que estaba en su puesto. Ese prelado era Barnabá Chiaramonti, que tres años más tarde sería elegido papa con el nombre de Pío VII.

Retrato de Pío VII por Jacques-Louis David

Retrato de Pío VII por Jacques-Louis David

La ciudad de Ímola se libró del saqueo y la violencia de ejército invasor, cuando, por consejo de su cardenal, sus habitantes se rindieron. Los franceses se apoderaron de la Romaña y del puerto de Ancona ante lo cual el Papa solicitó el encuentro de diplomáticos que lograrían acordar la paz de Tolentino el 19 de febrero de 1797, creando la República Cisalpina al servicio de Francia en los territorios conquistados.

En la celebración de la misa de Navidad de ese año, el cardenal Chiaramonti compuso una homilía que daría mucho que hablar en los dos siglos posteriores. En una catedral rebosante de fieles, que concentraban sus miradas en su obispo, que no les había abandonado durante la invasión, la voz de Chiaramonti se escuchó serena y clara.

En la homilía solicitó a sus fieles que, para evitar más derramamientos de sangre, obedecieran al nuevo Gobierno impuesto por Francia aunque no dejó por ello de criticar la opresión de los franceses cuando señaló que «El que lleno de una ciencia engañosa quiere aumentar desmesuradamente las fuerzas de su entendimiento y descollar sobre los demás, llevado del frívolo deseo de dominar, no es por cierto discípulo de la escuela de Cristo».

Estas palabras, con destino universal, fueron bastante molestas para los franceses que no fueron nombrados explícitamente en ningún momento de la homilía. A continuación, el cardenal hizo alusión a la Libertad, palabra que circulaba extensamente entre la población desde los días de la invasión, señalando su origen divino y sus limitaciones ante las leyes de los hombres y las de Dios.

Sin embargo, el asombro recorrió las naves del templo cuando los fieles escucharon que «la forma de Gobierno democrática, adaptada, entre nosotros, no está en oposición, amados hermanos, con las máximas que se han expuesto, ni es repugnante al Evangelio».

Eso sí, el cardenal recordó que la democracia requería todas aquellas virtudes que solo se aprenden en la escuela de Jesucristo y cuya práctica religiosa aumentaría la felicidad y fomentará el espíritu del nuevo gobierno. La virtud perfeccionadora del hombre y que le dirigía hacia un fin supremo, la virtud unificada por la luz y fortificada por los preceptos del Evangelio, sería «el fundamento sólido de vuestra democracia».

Señaló que la democracia exigía de los ciudadanos virtudes humanas sólo posibles con la ayuda de la gracia divina. La Libertad y la Igualdad eran ideales que sólo podían hacerse realidad en Cristo. Por lo tanto, quien fuera un buen católico, sería, sin duda, un buen demócrata.

A la hora de analizar su homilía de Navidad –en la que no faltó, lógicamente, una parte doctrinal, con constantes alusiones al portal de Belén y al nacimiento de Jesucristo–, debe tenerse en cuenta la importancia que tenían los representantes de la Iglesia en las vida cotidiana en la Europa del siglo XVIII. Los sacerdotes y obispos, centrados en su vida pastoral, en ocasiones especiales, hacían alusiones o reflexiones sobre determinados hechos políticos, militares o sociales que afectaban a la vida de sus fieles, los cuales, por otra parte, solían demandarles su opinión. Napoleón, por su parte, tras conocer la homilía, comentó que el ciudadano cardenal de Ímola predicaba «como un jacobino».

A partir de entonces, Chiaramonti utilizó en el obispado un papel de cartas con la inscripción grabada de «Libertad, igualdad y paz en Nuestro Señor Jesucristo». Durante los tres años que duró la República Cisalpina, el obispo se distinguió constantemente por su empeño en mantener rigurosamente separados los aspectos políticos y religiosos de los problemas cotidianos y en no comprometer al clero en la resistencia contra el régimen impuesto por las armas francesas, como también por el arte que poseía en ceder en lo accesorio, a fin de reforzar su posición cuando se trataba de salvar lo esencial, es decir, la fe. Posición ante los problemas cotidianos que caracterizaría su futuro pontificado como Pío VII.

comentarios
tracking