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02 de mayo de 2024

El arresto de Pío VII

El arresto de Pío VII

«El Papa no volverá jamás a Roma»: el día en que Napoleón decidió secuestrar a Pío VII

El 21 de enero de 1808, Napoleón ordenó al general Miollis invadir los Estados de la Iglesia y conquistar la Ciudad Eterna. Pío VII se consideró prisionero y prohibió a las tropas pontificias cualquier tipo de resistencia

El Papa Pío VII apostó por un entendimiento con Napoleón que plasmó en el Concordato de 1801, comienzo de una lenta recristianización de Francia. Sin embargo, con el paso del tiempo, el Emperador comenzó a saltarse los artículos del mismo y a exigir que el Papa se uniera a su política antibritánica en 1807, cerrando los puertos de todas las costas continentales al comercio con el Reino Unido.
Pío VII, invocando las violaciones del Concordato, decidió –el 11 de octubre de ese año– negarse a instituir a los obispos designados por el Ministerio francés de Cultos para las sedes vacantes del Imperio francés. Este recurso a las armas espirituales –conflicto de investiduras– probó que la Santa Sede no quería separar los dos dominios y que deseaba unir su independencia temporal a su independencia espiritual. Pero el poder de Napoleón aumentó en los meses sucesivos al vencer a Prusia, Sajona y Rusia en los campos de batalla y exigió más convergencia del Papado a sus planes europeos.
Sin embargo, Pío VII rechazó hacer causa común con Francia en todas las guerras que estallaran, por lo que se llegó así a la ruptura definitiva. El 21 de enero de 1808, Napoleón ordenó al general Miollis invadir los Estados de la Iglesia y conquistar la Ciudad Eterna. Pío VII se consideró prisionero y prohibió a las tropas pontificias cualquier tipo de resistencia, abandonando el castillo de San Angelo, para evitar inútiles enfrentamientos.
Los soldados napoleónicos colocaron varios cañones apuntando directamente a las habitaciones del Papa en el palacio de El Quirinal, con la intención de asustarle. Éste, por su parte, hizo fijar la noche siguiente, en todas las iglesias, una protesta que había redactado personalmente y que los cardenales habían suavizado un poco, temerosos de la reacción de los franceses. Así comenzó la ocupación de los Estados Pontificios mientras el Emperador trataba de imponer su voluntad en España.
Sin embargo, la reacción del pueblo y la victoria de las fuerzas armadas españolas en la batalla de Bailén –19 de julio– motivaron la llegada de Napoleón a la Península y, al año siguiente, su desplazamiento a Centroeuropa ante la rebelión del Imperio austríaco. Y al vencer a sus oponentes, en medio de la euforia, alguien –Napoleón o alguno de sus subordinados– precipitó con una orden extraña el secuestro del Papa.

Una apuesta arriesgada

Hacia las dos de la madrugada del 6 de julio de 1809, el general Radet asaltó el Palacio del Quirinal, amenazando al Papa para que renunciara a la soberanía temporal de sus territorios. Si rehusaba, tenía orden de conducirle ante el general Miollis, quien indicaría el lugar que se le tenía destinado. Pío VII le increpó, señalándole que si había creído que era su deber ejecutar todas las órdenes del Emperador porque le había hecho juramento de fidelidad y de obediencia, debía comprender que el suyo era sostener los derechos de la Santa Sede, a la cual le ligaban tantos juramentos.

El Papa no podía, no debía y no quería ceder ni abandonar lo que era su deber: Roma pertenecía al dominio temporal de la Iglesia y él era sólo su administrador

No podía, no debía, no quería ceder ni abandonar lo que era su deber. Roma pertenecía al dominio temporal de la Iglesia y él era sólo su administrador. El Emperador podría, si quisiera, hacerle pedazos pero jamás obtendría su abdicación. Media hora más tarde, un coche cerrado con llave llevaba al galope al papa como prisionero, rodeado de una escolta de caballería francesa, acompañado del cardenal Pacca.
Napoleón escribió a su comandante general en Roma: «Estoy enfadado porque se haya hecho salir al Papa de Roma. Una operación de esa importancia no habría debido hacerse sin que yo hubiera sido avisado y designado el lugar donde debía ser conducido. Sin embargo, no dejo de estar satisfecho de vuestra conducta. El Papa no volverá jamás a Roma». De esta manera, resulta comprensible que el viaje del cautivo se desarrollara con ciertas paradas entre intensas jornadas. La falta de un plan concebido apareció en la correspondencia del emperador, donde dictó instrucciones que siempre llegaron demasiado tarde a la hora de programar el itinerario.
Napoleón y el Papa Pío VII en Fontainebleau

Napoleón y el Papa Pío VII en Fontainebleau

El viaje fue una prueba para el ánimo de Pío VII, pues ni siquiera se preparó adecuadamente, saliendo sin hábito de repuesto, sin mudas, con un sólo pañuelo, sin dinero, pues tan sólo tenía un papetto de veinte bayocos, unos cuatro reales españoles. Papa y cardenal comieron modestamente en albergues que la comitiva encontró a su paso, acostándose en habitaciones sin la menor comodidad y, a menudo, de dudosa limpieza.
El propio Pacca hizo personalmente la cama donde el papa descansaba unas horas de su agitado periplo, en medio de intensa fiebre. Destrozado interiormente por las emociones, agobiado por un calor insoportable del coche cerrado, Pío VII pronto enfermó de disentería y las sacudidas del camino le provocaron una crisis de estangurria, muy dolorosa, que le obligaba a orinar con cierta frecuencia, pero su carcelero no consintió en reducir la marcha ni en multiplicar las paradas, lo que aumentó el sufrimiento físico del Papa. Además, el coche volcó en una curva, rompiéndose aparatosamente. Tras el incidente, el oficial francés ordenó requisar otro vehículo y continuar el viaje, pese a las magulladuras en el cuerpo de Pío VII, provocadas por el accidente y nuevamente se emprendió la marcha sin paradas.

Después de 42 días, casi ininterrumpidos, de viaje, Pío VII llegó a Savona el 18 de agosto de 1809, donde permaneció hasta el 9 de junio de 1812, prisionero del César corso

Tras atravesar Italia, continuaron hacia Aviñón, Arles y Niza. El único consuelo que tuvieron los miembros de la comitiva papal, durante este periplo, lo constituyeron los testimonios de respeto que le presentaron las poblaciones que presenciaron su tránsito por sus tierras. Silenciosas y asombradas, en Italia y Francia, pronto comenzaron a comentar hasta dónde se atrevía a llegar el poder de Bonaparte. Después de 42 días, casi ininterrumpidos, de viaje, Pío VII llegó a Savona el 18 de agosto de 1809, donde permaneció hasta el 9 de junio de 1812, prisionero del César corso. Napoleón trató de aislarle para hacer doblegar su pensamiento y su espíritu, antes de instalarle definitivamente en París, ya que –según su mentalidad– el «Papa del Imperio» debía residir en la misma capital que el sucesor de Carlomagno.
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