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Encuentro entre el papa León I y Atila. Fresco de Rafael Sanzio (1514, Palacio Apostólico Vaticano)

Encuentro entre el papa León I y Atila. Fresco de Rafael Sanzio (1514, Palacio Apostólico Vaticano)

La historia del primer Papa León, el Pontífice que frenó a Atila y salvó Roma

No fue solo el ponerse frente a los caudillos bárbaros, intercediendo por la ciudad de Roma, lo que le valió al Papa León el apelativo de Magnus

El pasado jueves 8 de mayo, a las 18:07, aparecía la fumata blanca en la famosa chimenea de la capilla que mandó restaurar el Papa Sixto IV entre 1477 y 1480, y que a partir de entonces tomaría el nombre de este Pontífice: Capilla Sixtina. Algo más de una hora después, el nuevo Papa León XIV se asomaba por el Balcón de las Bendiciones de San Pedro.

Su nombre de pontificado dinamitó los cerebros de la mayoría de los periodistas e iluminó la de los historiadores. Los primeros comenzaron a elucubrar, arrojando forzadísimas ideas para intentar acoplar la verdad a sus pronósticos, como el infante que intenta, sin éxito, incrustar una pieza de puzle a la fuerza en un lugar equivocado.

Los historiadores lo tuvieron claro: el nombre de León hacía referencia al decimotercer y último pontífice que portó ese nombre entre 1878 y 1903, Gioacchino Pecci, León XIII. Pero trece «Leones» dan para mucho: el coronador de Carlomagno (León III), el defensor de Roma frente a los sarracenos (León IV) y, por supuesto, el primer Papa León, llamado el Magno.

San León I el Magno por Francisco de Herrera el Mozo (siglo XVII, Museo del Prado)

San León I el Magno por Francisco de Herrera el Mozo (siglo XVII, Museo del Prado)

El Papa León I (c. 390–461) es uno de los más fáciles de recordar, pues junto a otros personajes históricos comparte un resonante sobrenombre: el Grande (Magnus). Alejandro, Pompeyo, Carlos y también otro Papa, Gregorio, tuvieron el honor de recibir este apelativo, y no es difícil, tratándose de los personajes que son, adivinar el porqué.

Hicieron cosas grandes, en palabras del Papa Benedicto XVI en la audiencia general del 5 de marzo de 2008: «Como indica el apelativo que pronto le atribuyó la tradición, fue verdaderamente uno de los más grandes pontífices que han honrado la Sede de Roma». Además de ser el primero de los obispos romanos en llamarse León, «es también el primer Papa cuya predicación, dirigida al pueblo que le rodeaba durante las celebraciones, ha llegado hasta nosotros», contaba el Papa alemán. La obra homilética de san León Magno, así como sus cartas –ambos legados en un latín pulquérrimo– apuntalaron fuertemente el primado romano.

Seguramente su hazaña más conocida –imaginada brillantemente por Rafael Sanzio en la conocidísima pintura del Palacio Apostólico, de 1514– sea aquella en la que, en el año 452, salió el Papa León al encuentro del mismísimo Atila, caudillo de los hunos, para evitar el saqueo de Roma y el cese de la devastación de Italia.

De este episodio da cuenta el historiador del siglo VI, de origen godo pero servidor del emperador romano en Constantinopla, Jordanes: «Efectivamente, el Papa León en persona le sale al encuentro [a Atila] en el Campo Ambuleyo, en la región del Véneto […]. Atila apaciguó el furor de su ejército y, después de prometer la paz, se marchó de nuevo a sus territorios de más allá del Danubio» (Jor. Get. XLII).

Tres años después sin embargo, en el año 455, tuvo lugar otro hecho menos conocido y más desafortunado, en el que el Papa León intentó evitar de nuevo otro saqueo de Roma por las fuerzas de Genserico, caudillo de los vándalos, que se habían asentado en el África romana después de un larguísimo periplo. No tuvo tanto éxito como con Atila, pues las fuerzas de Genserico entraron en Roma y la saquearon, aunque respetaron los lugares sagrados de las basílicas de San Pedro, San Pablo y San Juan, en las que se refugió la población, y no incendiaron la ciudad (parte del modus operandi típico del saqueo de una ciudad en la antigüedad).

No cabe duda de que los tiempos que vivía el Imperio romano en su pars Occidentis a mediados del siglo V habían «obligado al obispo de Roma –como sucedería con mayor evidencia aún un siglo y medio después, durante el pontificado de san Gregorio Magno– a asumir un papel destacado incluso en las vicisitudes civiles y políticas», en palabras de Benedicto XVI en la citada audiencia general.

Pero, por importantes que fueran sus esfuerzos en materia política, civil y diplomática en su pontificado (característica que siguen poniendo de relieve hoy los periodistas y comentaristas sobre León XIV y el Vaticano), lo cierto es que no fue el ponerse frente a los caudillos bárbaros, intercediendo por la ciudad de Roma, lo que le valió al Papa León el apelativo de Magnus.

Hay que mirar necesariamente hacia otro ámbito, el de la doctrina, para entender la dimensión de la obra de León Magno. En un momento tan convulso para la doctrina cristiana como fue el siglo V, san León acabó definitivamente con los errores pertinaces, derivados en herejías, en materia cristológica. El Concilio de Calcedonia de 451 fue testigo del aldabonazo final contra todas aquellas doctrinas que negaban las dos naturalezas de Cristo, humana y divina, dogma fundamental cristiano.

En palabras de Benedicto XVI: «Calcedonia representa la meta segura de la cristología de los tres concilios ecuménicos anteriores: el de Nicea, del año 325; el de Constantinopla, del año 381; y el de Éfeso, del año 431 […]. El concilio de Calcedonia, al rechazar la herejía de Eutiques, que negaba la verdadera naturaleza humana del Hijo de Dios, afirmó la unión en su única Persona, sin confusión ni separación, de las dos naturalezas humana y divina».

Tomo a Flaviano de León Magno en griego y latín (impresión de Nicolaus Glaser, 1614)

Tomo a Flaviano de León Magno en griego y latín (impresión de Nicolaus Glaser, 1614)

El arma con la que León Magno asestó este golpe mortal a la herejía cristológica del monofisismo en Calcedonia, y que había sido ignorado en el llamado Latrocinio de Éfeso de 449, fue el llamado Tomo a Flaviano (Tomus ad Flavianum), también conocido como Tomo de León (Tomus Leonis) que, como señaló Benedicto XVI, «al ser leído en Calcedonia, fue acogido por los obispos presentes con una aclamación elocuente, registrada en las actas del Concilio: 'Pedro ha hablado por la boca de León'».

La persona del Papa como sucesor de Pedro y piedra de unidad en la Iglesia quedaba fijado junto con la verdadera doctrina de las dos naturalezas de Cristo. Estas fueron, sin duda, las grandes victorias del Papa León I: el reconocimiento por los padres conciliares del primado petrino y la finalización de un doloroso expediente en el seno del cristianismo sobre la Segunda Persona de la Trinidad, Dios verdadero y Hombre verdadero.

No deja de ser llamativo, si no providencial, que en su primera homilía pronunciada en la Capilla Sixtina el pasado viernes 9 de mayo, León XIV remarcara de manera importante uno de los aspectos fundamentales de la fe en materia cristológica, pero justo en el sentido contrario que san León Magno. Si el Papa León en el siglo V tenía que defender la existencia de la naturaleza humana de Cristo, en estos tiempos de hoy León XIV tiene el reto de defender la naturaleza divina de Cristo.

Decía el Pontífice que «no faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho». Otro paralelo poderoso entre los dos pontífices además del nombre: el fortalecimiento de las doctrinas cristológicas.

A partir de Calcedonia, los anteriormente llamados «nicenos» se conocerían como «calcedonenses». Finalmente, tras veintiún años de duro pontificado –«sin duda uno de los más importantes en la historia de la Iglesia», sentenciaba Benedicto XVI– nació a la Vida Eterna León Magno, el 10 de noviembre del 461, mientras emperadores-títere pasaban por el trono y magistri militum de origen bárbaro ostentaban de facto todo el poder en el Imperio.

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