
El Papa Leon XIV
Así ha sido la primera homilía de León XIV: «Entre bautizados existe un ateísmo que reduce a Cristo a un líder carismático»
Con la misma seguridad y emoción con la que salía al balcón central de la basílica de San Pedro, así comenzaba su primera misa en la Capilla Sixtina, el mismo lugar donde, bajo los frescos de Miguel Ángel, entró como cardenal y salió como Papa
El mundo sigue impactado por la primera imagen del que ya es el nuevo Papa de la Iglesia católica, el Vicario de Cristo en la Tierra, el pastor que trabajará para custodiar la fe de su rebaño. Las primeras palabras de León XIV dieron la vuelta al mundo: «La paz esté con todos vosotros […] Dios nos ama a todos, el mal no prevalecerá».
Con esa seguridad, con esa emoción que el propio Pontífice sentía por la nueva vida que comenzaba y por el enorme peso y responsabilidad que le impone su nuevo ministerio —y que asumía con firmeza sobre sus hombros—, así comenzaba su primera misa en la Capilla Sixtina, el mismo lugar donde, bajo los frescos de Miguel Ángel, entró como cardenal y salió como Papa.
«Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador», ha reconocido en su primera homilía.
Partiendo del Evangelio según San Mateo, capítulo 16 —el célebre pasaje en el que Pedro confiesa: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»— León XIV construyó la columna vertebral de su homilía. Recordó que esa profesión de fe, que convierte a Pedro en roca, constituye el legado que la Iglesia ha custodiado durante dos milenios.
«La misión es urgente»
Pero no se quedó en la mera referencia doctrinal: proclamó que reconocer a Jesús como el Hijo de Dios implica también una exigencia concreta, una llamada a asumir, como el primer apóstol, «el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar». Ambas dimensiones —dijo— son «inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la humanidad».
En uno de los pasajes más incisivos de su primera homilía como Papa, León XIV detuvo su reflexión en una pregunta que atraviesa los siglos y que Jesús planteó a sus discípulos en Cesarea de Filipo: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre?» (Mt 16,13). Una pregunta —dijo el Pontífice— que no solo fue dirigida a los apóstoles, sino que interpela también a la Iglesia hoy, obligándola a mirar de frente la realidad del mundo contemporáneo.
A partir de esta pregunta, subrayó dos caminos que se observan en la sociedad actual. Por una parte, un mundo que considera a Jesús «una persona que carece totalmente de importancia, como mucho un personaje curioso, que puede suscitar asombro por su modo insólito de hablar y de actuar». Por ello, cuando esa voz se vuelve incómoda por su honestidad o por las exigencias morales que plantea a quienes lo escuchan, «este mundo no dudará en rechazarlo y eliminarlo».
Por otra parte, planteó la visión de quienes consideran a Jesús como «un charlatán; es un hombre recto, un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel», y por eso lo siguen. Sin embargo, en el momento del peligro, durante la Pasión, lo abandonan «y se van desilusionados». Así, León XIV enfatizó cómo estas dos imágenes están «en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo».
En un diagnóstico tan claro como sincero, León XIV no esquivó las heridas culturales del presente: «Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes». Denunció que, frente al anuncio del Evangelio, se levantan otras «seguridades distintas», como «la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer», que actúan como refugios vacíos. En estos entornos hostiles —dijo— no solo se ridiculiza la fe, sino que se «obstaculiza y desprecia» a quienes creen, o en el mejor de los casos, «se les soporta y compadece».
Pero precisamente por eso, insistió, «son lugares en los que la misión es más urgente», porque allí donde la fe desaparece, florecen el sufrimiento y el sinsentido: «la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona [...] la crisis de la familia y tantas heridas más».
Ser un verdadero discípulo de Cristo
Más adelante, León XIV alertó de un fenómeno todavía más sutil: el riesgo de una fe domesticada, incluso dentro de la Iglesia. «No faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre», advirtió, y no sólo entre los no creyentes, sino «incluso entre muchos bautizados».
Es una forma de «ateísmo de hecho» —como lo definió— que vacía de verdad y poder al Evangelio. Por eso, concluyó, urge volver al centro de todo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Una confesión, dijo, que debe vivirse tanto en lo íntimo del alma como en comunidad, «en el compromiso con un camino de conversión cotidiano» y «llevando a todos la Buena Noticia».
Con un tono marcado por la humildad que caracteriza el inicio de su ministerio, León XIV se dirigió a los fieles: «Lo digo ante todo por mí, como Sucesor de Pedro», subrayando su responsabilidad como líder de la Iglesia universal. Con claridad, recordó que su misión no es solo gobernar la Iglesia en Roma, sino presidir «en la caridad la Iglesia universal», según la célebre definición de San Ignacio de Antioquía.
El Papa, evocando la figura de este santo mártir, citó una de sus cartas más emblemáticas: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo». San Ignacio, que fue conducido a Roma en cadenas hacia su martirio, instaba a los cristianos a comprender que su verdadera victoria no era el reconocimiento de su figura, sino el sacrificio por Cristo, un sacrificio que culminó en su muerte en el circo romano.
León XIV, retomando la visión de Ignacio, trazó un paralelismo entre su ministerio y esa desaparición del yo para que «permanezca Cristo». Así lo explicó: «hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado», un compromiso que no deja espacio para el ego personal, sino que invita a gastarse completamente en el servicio de la misión. En ese gesto de humildad y servicio, el Papa pidió a Dios la gracia de vivir con autenticidad su vocación: «Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia».
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