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25 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

El Alvia

La causa del accidente fue el maquinista, y los responsables de permitirlo ADIF: por mucho interés añadido que haya en enmarañarlo, la verdad fría y dura es ésa

Actualizada 11:50

Escribir sobre el accidente del Alvia no es sencillo: hay demasiado muertos en la memoria, y todos ellos debían haberse evitado. Esta conclusión no es discutible y ha de ser el punto de partida: todos ellos tenían que estar vivos y su muerte no es consecuencia del infortunio más imprevisible.
No estaban en un crucero cuando una tormenta inesperada les hundió. No visitaban las Torres Gemelas cuando un avión fundamentalista las atravesó y no vivían ni pasaban por zona alguna de terremoto, tsunami, huracán o cualquiera de las desgracias que extingue vidas masivamente con un manotazo del demonio.
No: iban en un tren, el transporte más seguro, recorriendo un trayecto conocido por los responsables del servicio y por los profesionales del convoy, sin ninguna anomalía técnica, fallo mecánico o incidente en las vías que hiciera distinto aquel día a cualquiera de los anteriores y sucesivos.
Tampoco es discutible la causa del descarrilamiento: el Alvia pasó al doble de velocidad de la permitida por la curva de Angrois. Ni es dudoso, igualmente, quién fue el responsable de ese exceso: el maquinista.
Podemos debatir sobre sus razones, pero no sobre la causa: en las mismas condiciones exactas del tren, de la vía, del pasaje y del servicio en general, nadie más se había estrellado antes ni nadie se estrelló después. La única diferencia fue que, a los mandos, iba alguien que pilotaba a 190 kilómetros a la hora en una zona limitada a la mitad.
La culpa, pues, fue del maquinista, por mucho que ahora su defensa legal, él mismo, no poca prensa e incluso una parte de las familias de las víctimas pongan en un lugar secundario esta certeza inapelable: por la razón que fuera, Francisco José Garzón Amo corría de más en un lugar donde hacerlo provocaba muertes, como él mismo y otros compañeros conocían y demostraban a diario frenando a tiempo el convoy.
La culpa primigenia está clara, pues, y la certeza de que llevar ese peso de por vida ha de ser insoportable para el maquinista no es suficiente para diluirla en un enrevesado laberinto de conjeturas técnicas, estrategias jurídicas, disputas sindicales y políticas e intereses de todo tipo, unos legítimos, quizá otros no tanto.
Y solo si aceptamos cuál fue la causa y quién es el culpable, podremos encontrar al resto de responsables, que lo hay y se antojan evidentes por una razón a la vista de todos: fuera por temeridad o por un despiste, el tren podía haberse parado a tiempo de estar activado un sencillo sistema de frenado de activación automática al detectarse un exceso de velocidad combinado por una falta de reacción del conductor a los avisos que recibió, sin duda, durante su alocado trayecto.
Por qué Francisco no atendió las advertencias y prosiguió su marcha suicida y por qué ADIF carecía de un antídoto para compensar ese error, decisión o lo que fuera que le pasara en aquel trágico momento, son las dos incógnitas que deberá despejar el juicio para aclarar los hechos y darles a las víctimas la compensación que merecen, insuficiente y tardía por definición.
Y no debería ser tan difícil: tenemos a un señor que cometió un crimen y a una entidad pública que no lo evitó, con todos los matices legales, psicológicos y circunstanciales que queramos, válidos para contextualizar los hechos pero no para variarlos.
Uno llevó a la muerte a 80 personas y otros no las salvaron, con lo fácil que era evitarlo en ambos casos, corriendo lo justo y habilitando una simple baliza. Entre ambos mataron a gente inocente, que tenía derecho a confiar en el servicio y no fue víctima de ningún imprevisto.
Ellos, y sus seres queridos, se merecen ahora una restitución, además del desahogo que estimen oportuno sin réplica de nadie y con infinita comprensión de todos. Y esa restitución, que la Justicia deberá fijar, comienza con el ejercicio de decir la verdad. Y ésta es que aquí no se salva nadie, en el orden adecuado y con las responsabilidades oportunas.
Por mucho que lloren o se escondan bajo un sombrero.
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