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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Mujer: fantasmas sobre el agua

Hoy brilla un ocho de marzo de luz algodonosa. Me acojo a esos tenues destellos platino que, sobre Madrid, permean las nubes densas de esta ya casi primavera. Tomo de su anaquel el tomo del más delicado vidente del fantasma femenino: 'La Bella Dama despiadada'

Actualizada 01:30

Mienten siempre las conmemoraciones. Ya sean íntimas, ya sean colectivas. Conmemora nuestra alma la leyenda. No lo que fuimos; lo que deseamos. La mayor parte de las veces, apenas si el sueño de lo que deseamos desear. Ese del cual en la vigilia queda sólo una aspereza esteparia. Pero mentir es preciso, y alzar leyendas con las cuales asomarse al espejo y no ver nuestro gris rostro; y, en su lugar, adivinar un jardín estrellado: ni siquiera sospechamos que, tras los jardines de nuestras leyendas, se suelen forjar los infiernos.

8 de marzo. Decir «día de la mujer» (cuando era yo joven, se decía «día de la mujer trabajadora») despliega ante nosotros la más bella escenografía. Porque «mujer» –el «significante-mujer», diría un lacaniano– es el depósito de todos los arquetipos angélicos, con cuyos mimos compensa el cachorrillo humano la constancia, no demasiado grata, de haber sido arrojado al frío polar del mundo. Y que, sobreponiéndolo a la letal lucidez con la que uno de los más viejos poetas griegos hacía de ese «haber nacido» lo peor de todo, fusiona a un animalillo –tan desvalido que no es siquiera hablante– con la calidez del cuerpo materno, ese que habrá de añorar largamente, largamente buscar, siempre fracasando.

Dicen los más sutiles de los psicoanalistas –y los menos pretenciosos– que la madre contamina a la mujer. Y que de esa contaminación provienen todas las paradojas –hermosas y terribles– del afecto humano. Y no, esa función-madre, que construye cuerpo, lengua y mente en los hablantes –todos–, no es intercambiable con la función-padre. Cualquiera que haya mínimamente transitado por esta vida sabe que eso es férreo: los fantasmas de la primera infancia son territorio salvaje que nada ni nadie coloniza. Y empecinarse en hacerlo –confundir, por ejemplo, fantasmas femeninos y masculinos– lleva a cartografiar tan sólo el territorio de la locura.

8 de marzo. La vida de los hombres –como la de las mujeres– está tejida sobre un arquetipo perdido: la tibieza del cuerpo y de las palabras –o, más bien, los sonidos– que hicieron, milagrosamente, de una cría desvalida de mamífero, un humano. Toda la vida será un sueño de retorno a ese refugio, que va a escaparse siempre. Y todas las melancolías humanas –de los unos exactamente igual que de las otras– van a girar en torno a esa imposible marcha atrás en el tiempo: envenenado mito de los orígenes. Y todas las bellezas, y todas las sombras.

Hoy brilla un ocho de marzo de luz algodonosa. Me acojo a esos tenues destellos platino que, sobre Madrid, permean las nubes densas de esta ya casi primavera. Tomo de su anaquel el tomo del más delicado vidente del fantasma femenino: La Bella Dama despiadada. Leo solo y en voz alta. En tropel, a mi alrededor, se agolpan los fantasmas:

«…Y ella me arrulló hasta que me adormecí,
y allí soñé –…¡ay de mí!–
el último sueño que jamás soñé
sobre la fría ladera…
Vi reyes pálidos, princesas,
guerreros, cadavéricos todos,
gemían: la Bella Dama sin piedad
te tiene prisionero».

John Keats. Y, velada por la Bella Dama, una lápida en Roma. Sin nombre. 25 años, 1821: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito sobre las aguas». Keats murió un 21 de febrero. No demasiados lo habrán conmemorado, hace dos semanas: está bien que así sea; las conmemoraciones mienten. Siempre. Incluso la del más alto cantor del espectro femenino. Y está bien que toda esa belleza de aquellas legendarias damas despiadadas se haya perdido: que ser mujer sea hoy un funcionariado. Lo vulgar persevera. Sólo.

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