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29 de marzo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿Miedo a la IA? Miedo a los hombres

No existe, ni existirá jamás, artificio humano –lo que es lo mismo, no existe ni existirá jamás mundo humano– que no amenace con aniquilar y aniquilarse en la misma medida en que construye y se construye

Actualizada 01:30

¿Debemos tener miedo a la Inteligencia Artificial? Las prevenciones y cautelas que plantea el manifiesto de mil cien científicos, encabezado por Elon Musk, deben ser leídas y sopesadas con sosiego. Porque la inteligencia –toda inteligencia– es un artificio. Siempre y necesariamente en la historia humana.
No hay, en rigor, una cosa a la que pueda llamarse «inteligencia natural»: hasta los más altos dones que la genética otorgue a un cerebro quedarán malbaratados sin el artificioso juego de convenciones que engarza sus neuronas con redes de muy artificiales instrumentos operativos. Que esos instrumentos sean el palo que el semi-simio de Kubrik lanzaba al aire al inicio de 2001 o el abismal Deep Blue que derrota a los más altos campeones de ajedrez o de Go, nada cambia. Los humanos hacen uso de instrumentos. Y ese artificio instrumental acaba por hacerlos a ellos mismos en igual medida. Lo artificial es lo natural, en un animal que existe sólo mediante simbiosis con sus instrumentos. El artificio es la naturaleza de los animales hablantes. Y toda inteligencia es artificio que se soporta sobre redes de infinitas artesanías. «Inteligencia artificial» es, en suma, pleonasmo.
Afinemos, pues, el debate. Es esencial. No ha existido sociedad humana alguna que no haya fabricado soportes y suplencias de su inteligencia mediante dispositivos en diversa medida automáticos. Y siempre, desde luego, artificiales: esto es, producto de la artesanía con la cual, de ciertas labores –cada vez más complejas–, pueda ser eximido –liberado, si se prefiere– el escaso tiempo humano.
Lo propio de la era moderna fue la aceleración de tales mecánicas, en la medida misma en que las economías de mercado imponían protocolos de producción más complejos. Y el Horologium oscillatorium de Christiaan Huygens, que proporciona el artificio por primera vez eficaz para medir automáticamente el tiempo, fechará en 1673 su umbral clave. Por los mismos días de 1645 en los que Huygens pelea con el tren de engranajes de esa máquina maravillosa que es el reloj, Blaise Pascal lo hace con otra paralela variedad de autómata: la primera «máquina aritmética» operativa. Viene de algo muy prosaico: la necesidad de aligerar trabajos contables de un padre con pesadas tareas funcionariales, gracias al artilugio capaz de «hacer, por sí solo y sin trabajo alguno del espíritu, las operaciones de todas las partes de la aritmética». Capaz de ganar tiempo, en suma. Tiempo: eso que es lo único que posee un hombre. ¡Y en dosis cuán limitadas!
Alan Turing, que ganó quizá sin salir de su laboratorio en Bletchley Park la segunda guerra mundial –o que la acortó mucho, al menos–, al descifrar la encriptadora alemana Enigma, y que fue también el padre de la computación actual antes de ser un maldito, ponía en aquel año 1645 de la máquina pascaliana el inicio de nuestro tiempo: del suyo que es el nuestro. Y, como sucedió en todos los demás tiempos, no hay artificio humano que tenga sentido único. La pólvora, que los asiáticos inventaron como vistoso fuego artificial para fiesta y luces, acabó pronto por ser el mayor artificio de muerte que, hasta entonces, se había conocido. Los fascinantes avances en el conocimiento de las estructuras atómicas desembocaron en Hiroshima y Nagasaki. No existe, ni existirá jamás, artificio humano –lo que es lo mismo, no existe ni existirá jamás mundo humano– que no amenace con aniquilar y aniquilarse en la misma medida en que construye y se construye.
Y no, lo que la élite científica encabezada por Musk propone no es la supresión de la Inteligencia Artificial: eso, tan imposible cuanto indeseable. Como no lo fue nunca su elevación a la envergadura de una especie de deidad nueva. Esa visión legendaria de la cibernética es una fantasía antropomórfica, propiciada por el mal cine de serie B. Los problemas que el manifiesto de Musk plantea son más prosaicos: acotar, codificar, controlar los campos de nuevas tecnologías potentísimas. Sensatez básica, si contabilizamos, por ejemplo, algo tan elemental como las alteraciones que en el pleno empleo generará una aplicación precipitada de sus capacidades.
Cito la conclusión lógica de esa carta de los más de mil científicos en torno a Musk: «La humanidad puede disfrutar de un futuro floreciente con la IA. Habiendo tenido éxito en la creación de poderosos sistemas de IA, ahora podemos disfrutar de un ‘verano de IA’, en el que cosechemos las recompensas, diseñemos sistemas para el claro beneficio de todos y le demos a la sociedad la oportunidad de adaptarse. La sociedad ha hecho una pausa en otras tecnologías que tenían efectos potencialmente catastróficos sobre ella. Podemos hacerlo ahora en esto. Disfrutemos de un largo verano de IA, no nos apresuremos sin estar preparados».
Bastante elemental, a fin de cuentas. Ineludible, pienso yo, en todo caso.
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