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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

11-M: el golpe que triunfó

Sánchez culmina ahora el proyecto de Zapatero: rematar a la nación

Actualizada 01:30

Pasaron ya veinte años: la rendición perdura. Se pudrieron los sueños, las esperanzas de ser, al fin, un país normal, un como cualquier otro: un país capaz de unirse contra sus asesinos. Fueran éstos quienes fueran: lo cual, nunca ya sabremos. Retornó entonces lo más hondo, lo más negro del alma española: el odio a los de la propia estirpe, el deseo, abismalmente enfermo, de que el país sea aniquilado. En la forma más cruel, más humillante.

Desde el inicio mismo de los asesinatos en masa del 11M, media España se lanzó a culpar de la matanza a otra media España. A hacer de los asesinos víctimas que se vengaban con pleno derecho. Y al gobierno nacional, que había sido atacado por el más duro golpe yihadista sobre Europa, se le presentó, sin rubor alguno, como el verdadero exterminador de aquellos pobres ciudadanos que, en los trenes, marchaban, aún adormilados, al trabajo. Que una canallada así pudiera acabar en ataque contra las instituciones españolas, en vez de en llamamiento a defender la nación frente a un enemigo despiadado, es el síntoma de que estamos enfermos, muy enfermos. De esa enfermedad moriremos.

Pasaron ya veinte años. Atisbé, en el frío glacial de aquellos días, lo que hoy sé: que nunca alcanzaríamos a conocer la maraña de juegos entre servicios secretos que se cruzó en esa carnicería. Pero el éxito del colosal envite, y las consecuencias de tal éxito, no hay manera hoy de ocultarlos. La España que estaba empezando a emerger–esto es, una nación más en la normalidad europea– se esfumó.

Con Zapatero, retornó la retórica de las dos Españas, tan rudamente enfrentadas como los desdichados combatientes del «Duelo a garrotazos» de Goya. Los niñatos que luego darían lugar a «Podemos» asaltaron, no las embajadas que financiaban el yihadismo, sino la sede del partido al cual prioritariamente había buscado destruir la operación militar –porque fue una operación militar, y muy compleja– de aquel 11 de marzo de hace veinte años. Y el alma española quedó congelada, tal vez para siempre. Y su capacidad de resistencia, castrada.

La noche misma de la matanza del Bataclan, un presidente socialdemócrata dio a la aviación francesa la orden de bombardear sistemáticamente Rakka, bastión del grupo yihadista que había masacrado París. Zapatero se arrodilló a los pies de los amos últimos del yihadismo más asesino, para promover su grotesca «alianza de civilizaciones». Es algo que no tiene nombre. O lo tiene demasiado feo para que yo lo escriba. Tras el paréntesis inane de Rajoy, Sánchez culmina ahora el proyecto de Zapatero: rematar a la nación. Ignoro qué constricciones lo mueven. Y tampoco tengo la menor esperanza de que un día podamos llegar a conocer el contenido del teléfono que al presidente le hackearon unas semanas antes de donar graciosamente el Sahara al rey de Marruecos.

Pero, de todos los enigmas de entonces, hay uno que, por encima de los demás, me deja atónito: ¿por qué, inmediatamente después de conocerse la gravedad del crimen, la cifra sin precedente de los muertos, el carácter brutal del ataque contra la nación que se había consumado, no fueron aplazadas las elecciones generales, que habían de tener lugar dos días más tarde? ¿En qué cabeza torcida, en qué cabezas torcidas se asentó la idea de que se puede votar libremente abriéndose, hasta las urnas, un pasillo entre cadáveres?

Y vino lo que vino: un sujeto con edad mental de adolescente resentido hundió el país en el marasmo: político y económico. Nadie le pidió cuentas. Y así, hasta lo de ahora. ¿Alguien quiere, de verdad, saber dónde comenzó la doble voladura de la nación y del PSOE que hoy consuma Sánchez? Que mire al 11M. La rendición perdura. Y pudre.

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