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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Burocratismo

Lo que debería ser un medio al servicio de los ciudadanos se convierten en el fin al que todos estamos sometidos, en una maquinaria ininteligible que pierde todo su sentido

Actualizada 01:30

Ante los desmanes del Gobierno, hablar de los excesos de la burocracia puede parecer algo así como mirar la mota y olvidar la viga. Acaso no sea así, pues siempre son peores los usos erróneos que los abusos. Los vicios suelen proceder de virtudes llevadas al delirio. El Diccionario de la Real Academia recoge en su primera acepción el sentido positivo de la burocracia: «Organización regulada por normas que establecen un orden racional para distribuir y gestionar los asuntos que le son propios». Y en la cuarta define su visión defectuosa y nociva: «Administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas». A esto se le puede llamar burocratismo. Constituye una grave patología cuando el modelo burocrático pretende extenderse a toda la vida social y a abolir cualquier espontaneidad. Su paroxismo se alcanza en los regímenes totalitarios. Entonces, el burocratismo puede convertirse en uno de los principales enemigos de la libertad y la civilización. Lo que nació como un intento de racionalización de la Administración del Estado se convierte en algo parecido a lo que Kafka inmortalizó en su novela «El proceso». De la razón a la pesadilla.

Creo que todos los ciudadanos hemos padecido este burocratismo. La responsabilidad principal no es, por supuesto, de los funcionarios, sino de quienes regulan los procedimientos, en suma, de quienes dirigen las administraciones públicas. En muchas ocasiones, lo que debería ser un medio al servicio de los ciudadanos se convierten en el fin al que todos estamos sometidos, en una maquinaria ininteligible que pierde todo su sentido.

Centraré mi atención, porque se trata del ámbito social en el que mi ignorancia es menos profunda, en la Universidad, que está muy lejos de cierto estereotipo nacido de la ignorancia y, en algunos casos, del resentimiento. No es esa cueva de indolencia, corrupción, incompetencia, despilfarro y megalomanía. La Universidad es mucho más que la institución de la cátedra de Begoña Sánchez o la tesis doctoral de Pedro Sánchez. Otra cosa sería como juzgar a la Guardia Civil por algún caso de vinculación de alguno de sus miembros con el tráfico de drogas. Los profesores universitarios trabajan más que en las épocas anteriores que he conocido. Otra cosa es que lo que hagan tenga mayor o menor sentido, y esté bien orientado, o que estén sometidos, hasta grados próximos a la vejación, a una especie de gincana académica para promocionarse. Pero esto puede ser objeto de otro artículo.

Uno de los males de la Universidad actual es la burocratización. La vida del profesor se parece cada vez más a la del gestor o ejecutivo. La Universidad es hoy una oficina a la que se acude, en remoto o desde casa, sin horario, a veces incluidas noches y festivos. Todo son reuniones y cumplimiento de crueles requisitos burocráticos. Sus mayores amenazas son la depresión y el insomnio. Su vida cotidiana es una mezcla del padre de La gran familia (Alberto Closas) y el ejecutivo de Coca-Cola en el Berlín comunista de Billy Wilder. No hay tiempo para leer. No hay tiempo para pensar. Si un profesor, en un momento de descuido, gestiona un organismo u organiza un congreso estará perdido. Quizá acabe gestionando los pagos o las reservas en los hoteles. Si le invitan a un congreso o a dar una conferencia fuera de su universidad, dedicará más tiempo a los permisos, comisiones de servicios y papeleos varios que a la preparación de su intervención. No es la Administración para el hombre, sino el hombre para la Administración. La condición de emérito de un profesor que se jubila viene a ser un reconocimiento a su trabajo de toda la vida. Sin embargo, se le obliga a solicitarlo con la consiguiente labor burocrática y la posibilidad de que le sea denegado. Muchas veces se le exige al profesor que aporte una información que ya consta en la Universidad. Quien inventó las plataformas, si es que llega al cielo algún día, tendrá que superar una larga temporada en el purgatorio. Hay un ambiente de desconfianza, una especie de presunción de culpabilidad. Uno no ha dado la clase, a menos que pueda demostrar que sí lo ha hecho.

Para ser miembro de un tribunal de tesis doctoral, lo que no deja de ser casi un favor, en muchas ocasiones se le obliga a cumplimentar cosas como, por ejemplo, sus méritos durante los últimos seis años, lo que está disponible como información pública. Por mi parte, puedo aportar lo que he hecho en un determinado período, pero ignoro si son o no méritos. A veces, me divierto pensando en lo que habría sucedido si a Heidegger en Friburgo o a Einstein en Princeton les hubieran obligado a fichar a la entrada de sus clases. Y, por cierto, tenían secretario (o secretaria). Eso sí que es buena burocracia. Acaso les parezca algo exagerado todo esto. Si así fuera, solo lo sería un poco y pido por ello disculpas.

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