La traición
Lo que Sánchez ha hecho para llegar al poder y mantenerse en él exige algo más: debe pagarlo para que se destruya su obra
Para entender lo que ha hecho Pedro Sánchez es mejor decirlo sin eufemismos, que a menudo son el truco para endulzar el abuso, adjudicándole una serie de virtudes y tácticas y aceptándole sin rechistar coartadas y manipulaciones que intentan adecentarlo.
El líder del PSOE es presidente sin haber ganado las elecciones y gracias a los votos de unos cuantos partidos encabezados por un prófugo, un terrorista y un golpista a los que compró, literalmente, pagando con algo que no era suyo ni estaba en venta, con la dinámica habitual de quien asume un impuesto revolucionario para seguir con vida.
De todas esas concesiones infames, como la salida de etarras de prisión o la aprobación de paraísos fiscales dentro de España para que los más ricos se queden con lo suyo y los más desfavorecidos aumenten su brecha, la peor es la Ley de Amnistía, el pago definitivo del rescate por parte de un rehén voluntario de sus secuestradores.
No solo es inconstitucional, injusta, amoral, peligrosa e indecente: además es corrupta, porque consagra el principio de que la política puede mutar en negocio mafioso y conculcar las leyes más sagradas de la democracia. Solo se pueden buscar mayorías parlamentarias cuando la suma genera un proyecto común, sustentado en el respeto a las reglas del juego y dispuesto a construir algo reconocible y consensuado.
Si el pegamento se limita a un cálculo aritmético que se inicia con una investidura tramposa transformada, al minuto siguiente, en una operación de destrucción en la que el investido es la primera herramienta de los destructores, estamos ante un fraude mayúsculo y una traición perpetrada por quien tiene, como primera obligación constitucional, garantizar el imperio del Estado de derecho: no se puede ser Papa y adorar al diablo, por mucho que las circunstancias te permitan reunir un respaldo envenenado del colegio cardenalicio.
La amnistía no solo comporta exonerar de toda responsabilidad a los responsables de los peores delitos contra una nación, sino que legaliza sus objetivos para el futuro, derriba las defensas del Estado y le obliga a disculparse ante quienes lo quisieron destruir, que lo tendrán infinitamente más sencillo cuando las circunstancias les inviten a volver a las andadas: en ese momento, que llegará cuando Sánchez desaparezca y España vuelva a respetarse a sí misma, podrán decir que tienen derecho.
Eso es lo que Sánchez ha hecho: legalizar el delito para que, cuando vuelvan a cometerlo, puedan aducir el precedente blanqueador y la respuesta del Estado tenga que ser necesariamente más tibia: al separatismo, como a su versión extrema del terrorismo, solo se le aísla cuando además de frenarlo técnicamente se le desposee de toda legitimidad, algo que este PSOE le ha regalado al presentar el abuso como una opción razonable y convertir la respuesta en un exceso por el que disculparse.
En el viaje al poder de Sánchez, mafioso desde antes de comenzar y a toda máquina durante siete años, se han sentado tantos peligrosos precedentes que solo la evidencia de que, pese a él, el Estado sobrevive y reacciona tras años de aturdimiento por la incredulidad que generan tipos sin límites, permitirá la lenta y traumática recuperación del orden constitucional.
Porque en el tránsito de legalizar la insurgencia y castigar a quienes tienen la obligación indelegable de evitarla, Sánchez ha incluido también la subordinación de la Constitución al Parlamento, en lugar de a los ciudadanos; la destrucción del Tribunal Constitucional y su enfrentamiento inevitable con el digno Tribunal Supremo, la ruptura del principio de igualdad entre españoles y la quiebra fáctica de todas las fronteras legales, institucionales y éticas para llegar a una meta perversa.
La construcción del relato para los próximos años no debe quedarse en la fecha de salida de Sánchez, como si su mero destierro fuera suficiente y no hiciera falta ajustar las cuentas con su obra: llegado ese momento, todo lo que no sea desmontar su negocio y pasarle la factura oportuna equivaldrá a dignificar su legado y, en consecuencia, a resucitarlo algún día. Toca tratarle a él como él ha tratado a España.