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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Tercera Guerra Mundial

El estruendo de la propaganda no puede esconder la extravagante política internacional de un presidente alocado y suicida

Hoy casi todo se tramita con un punto de frivolidad pública, como si una Tercera Guerra Mundial fuera un show televisivo o casi un divertimento para espectadores ajenos a sus consecuencias. Las redes sociales lo han infantilizado todo, pero también porque beben de sociedades infantiles amamantadas por poderes políticos codiciosos que, tal vez, viven su edad de oro en siglos: nunca habían mandado tanto ni se habían metido hasta en el último rincón de la vida del ser humano, con un catálogo regulatorio asfixiante que intercambia libertades por seguridad, para al final no tener ninguna de las dos.

El mundo nunca ha sido un lugar seguro ni estable y lo será menos cuanto más desajustado esté el binomio entre la oferta y la demanda de bienestar, en cuyo déficit chapotean todos los peligros internacionales, con distintas caras y excusas pero siempre idéntico modus operandi: el control férreo de sus sociedades con el señalamiento de un enemigo externo que explica todos los males.

En ese contexto no parece sencillo explicar qué está pasando realmente entre Estados Unidos y China, en Oriente, en el mundo musulmán, en la Europa tibia, la África templada y la Asia caliente, pero con seguridad no es lo que la narrativa oficial del Gobierno de España difunde.

No puede ser, en fin, que Israel y Estados Unidos sean más peligrosos que Moscú, Pekín y Teherán juntas. Y tampoco que acabar con la capacidad nuclear de la República Islámica de los ayatolás sea más peligroso para el mundo que dejarla medrar hasta que sea operativa.

Como tampoco tiene un pase que, por muchas dudas que genere Netanyahu y mucho dolor que provoque siempre una guerra, sea peor él para Occidente que la coalición de grupos terroristas financiados por Irán que actúan en Gaza o el Líbano y si no espabilamos quizá de nuevo en Europa: discutamos los medios, porque somos civilizados, pero no los fines.

Párense y piénsenlo. ¿De verdad puede haber dudas entre Washington y Pekín? ¿Entre Trump y Putin? ¿Entre Jamenei y Netanyahu? ¿Entre Feijóo y Zapatero? ¿Entre Maduro y Macron? Las aristas de cada personaje no dan para reorientar el tablero de juego y mucho menos para variar el papel de España en él.

Y eso es lo que estamos viendo: con engolada impostura, con aires europeos pero discursos tropicales, Sánchez ha acercado a España a latitudes peligrosas, con excusas y coartadas de todo tipo que no esconden ya el rumbo cogido: hoy estamos mejor vistos entre los peores regímenes del mundo que entre las mayores democracias, con China, Venezuela y la Liga Árabe mirando con simpatía a una España menos atlantista y menos europea que nunca en 40 años, capaz ya de obligar a la OTAN a aceptar pulpo como animal de compañía para no tener que mostrar su ruptura en directo o de desafiar a América.

Sea por una decisión estratégica temeraria de Sánchez, por desviar la atención de su Tanegentopoli siciliana o por alimentar esa sospecha cada vez más generalizada de que, detrás de todo, está la mano negra de Zapatero y un sinfín de intereses nada presentables, lo cierto es que a España no la reconoce, que diría Alfonso Guerra, ni la madre que la parió.

Otro mérito más de un kamikaze que está destruyendo el país pero, vaya por Dios, dice tener soluciones creativas y geniales para el resto del mundo. Incluso coquetear con la Tercera Guerra Mundial, un absurdo inviable que, a fuerza de insistir, quizá sea capaz de lograr, él y sus nuevos amigos en las sombras.

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