El Estado no da la libertad
Sin embargo, sentirse libre no necesariamente es ser libre. Precisamente los estados quieren ciudadanos contentos, que se sientan libres, amodorrados y acríticos, porque facilitan la gobernanza y también su manipulación
Ciudadanos contentos y acríticos facilitan la gobernanza de los estados, también su manipulación.
Muchos niños y jóvenes están de campamento; oliendo pinares, sudando marchas, soñando las estrellas y cantando alegrías: libres.
Otros, adultos, estarán viendo la serie, el micro vídeo de las redes y escurriendo el tiempo con mensajes. Que nada nos ocupe que nos preocupe: soñolienta existencia.
Nos percibimos libres todos: voy, digo, hago y pienso lo que quiero; y voto. La palabra libertad aparece enaltecida en todas las ocasiones y los políticos no dejan de usarla.
Sin embargo, sentirse libre no necesariamente es ser libre. Precisamente los estados quieren ciudadanos contentos, que se sientan libres, amodorrados y acríticos, porque facilitan la gobernanza y también su manipulación. Pero, ni la Magnesia de Platón, ni el Leviatán de Hobbes, ni el contrato social de Rousseau contemplan ni quieren la libertad de la persona, es más, la aprisionan. Rousseau fue más allá, y nos igualó bajo las cadenas de la Voluntad General del Estado. Esos estados, cuyas derivadas históricas desgraciadamente vivimos, se han convertido en todopoderosos y asfixiantes.
Por eso el hincapié en la libertad. No en la libertad del que ve la vida pasar, ni en la del que se mueve entre cuatro paredes de un lado para otro, que grita y piensa lo que quiere. Antes bien en la libertad de aquél que pregunta dónde está la luz, y la enciende; ve la ventana, y la abre, y respira; va hacia la puerta, y decide salir; se informa de los caminos, y elige uno que recorrer; se esfuerza en subir la montaña; corre el riesgo de caer entre las rocas; en la cima, contempla el horizonte y divisa aquellas cuatro paredes donde estaba encerrado; abre los brazos y eleva su mirada, y su alma. Esa es la libertad.
Los chavales del campamento: miran sus brújulas, corren riesgos, se esfuerzan, deciden, y elevan sus espíritus. Experimentan la libertad. Por el contrario, la comodidad, que tanto nos gusta, nos lleva a huir del esfuerzo, nos atonta la voluntad, nos lleva a la pasividad acrítica y, en el mejor de los casos, nos lleva al «que lo hagan otros, mientras me quejo».
La vida actual nos tiene tranquilos y encerrados en nuestros gimnasios, películas en la cama, trabajo en casa, noticias en titulares y mensajitos cortos. Nos pone en bandeja nuestra comodidad y la del estado. En estas circunstancias la formación crítica y el trato humano se vuelven menos naturales y algo que requiere voluntad para realizarse.
El primer paso de la verdadera libertad supone hacerse responsable de la misma. Quiero ser libre. Libre de verdad, con sus exigencias. Formar mi conciencia, para saber qué pienso y qué criterio tengo, y confrontarme a mí mismo. El segundo paso es asumir que la libertad supone elegir, y elegir supone, en ocasiones, el sacrificio de renunciar a las alternativas. A partir de ahí seré responsable de lo que pienso, digo y hago, aún con el coste que supone. Seré libre, y lo seré, aunque estuviera cubierto de cadenas.
El que no se hace responsable de sí mismo actúa según su ambiente y circunstancias, manipulado. Copia opiniones, sin conformar la propia. No sigue criterios de lo bueno y lo justo, no porque no existan, sino porque no hace el esfuerzo de conocerlos. Delega los criterios en el estado. Es el ciudadano perfecto. Controlado, conducido.
Nuestra libertad no es solo empequeñecida por la comodidad de las circunstancias. También la enorme legislación nacional y autonómica, cara e ineficaz, nos rodea con la sensación real de que todo tiene un precepto, y otro autonómico que lo cambia. Ningún ámbito de la existencia se escapa a varias normas, muchas veces yuxtapuestas, contradictorias e ilógicas. Ante ellas el cumplimiento de la mayoría se vuelve casi imposible y nos sitúa bajo sospecha permanente de infracción. Que nos hayamos acostumbrado no quiere decir que no respiremos cada vez menos aire. Para muchos, el no vislumbrar un futuro menos opresivo, supone un motivo de desmoralización y amargura.
Sin embargo, que el Estado todo lo legisle, siendo pernicioso, no es lo peor. Cuando aceptamos que el Estado es fuente de lo que es bueno o malo, justo o injusto, caemos en traspasar al estado algo que nunca debe estar en sus manos: los criterios de moralidad y los de justicia. Estos siempre son previos y anteriores al mismo. El Estado es un gestor al que las personas transferimos de manera temporal, parcial y revisable, determinado poder para el buen funcionamiento de la comunidad. En este sentido, ya la fundamental Escuela de Salamanca fue pionera en la elaboración de una teoría política que limitase al Estado.
Ante esta situación que nos rodea, es crítico que todos demos un paso para ser personas libres de verdad y con criterio propio bien formado. Esto nos permitirá, con el esfuerzo que huye de la comodidad, frenar la deriva de un Estado totalizador y asfixiante, no delegar en él nuestra propia responsabilidad, ni aceptarlo como fuente de criterios morales ni de justicia. Además, recuperaremos algo crucial, como es la ilusión de poder formar una sociedad mejor.
Carlos Barros de Lis Tubbe pertenece al Instituto de Estudios de la Democracia