No solo es España la que arde
Cuando la tragedia se consuma, los responsables, en el mejor de los casos, miran hacia otro lado. Lo habitual es que se culpen entre ellos y conviertan la desgracia en una oportunidad para rascar votos. Y nosotros, una y otra vez, caemos en su juego
Es lamentable. Cada vez me convenzo más de que somos una sociedad agotada, resignada, casi derrotada. Los incendios que arrasan España y la respuesta social, o la ausencia de ella, me hacen pensar cada vez con más fuerza que estamos en un camino sin retorno. Y no me refiero únicamente a los políticos, cuya mención resulta ya estéril, sino a nosotros: a ustedes y a mí, a todos.
Durante años me pregunté qué tendría que suceder para que reaccionáramos. Creía que tal vez una catástrofe de magnitud suficiente nos haría abrir los ojos, exigir responsabilidades, cambiar de rumbo. Hoy, con tristeza y varios desastres después, me planteo si no será nuestra propia esencia la que se ha debilitado, la que se ha deformado hasta convertirnos en lo que somos ahora: ciudadanos pasivos, acostumbrados a convivir con la mediocridad como si fuera parte del paisaje natural.
Mi enfado, además, tiene una raíz personal. Mi familia tiene casa en Aliseda y estos días un gran incendio ha llegado a tan solo cinco kilómetros de nuestra linde. Hemos tenido mucha suerte. Otros, en cambio, lo han perdido todo. Y eso es lo verdaderamente dramático: no somos conscientes de lo que arde en cada uno de estos fuegos. No se trata solo de ganado, de cosechas o de monte. Se trata de la vida misma de miles de personas, de la historia de sus familias, de los lugares donde jugaron, crecieron y se ganan la vida. Para alguien que ha nacido en el campo, ver arder sus árboles y riscos no es solo perder un patrimonio material: es perder parte de su identidad, de sus recuerdos, de lo que lo ha hecho ser quien es.
Y, sin embargo, siempre ocurre lo mismo. Cuando la tragedia se consuma, los responsables, en el mejor de los casos, miran hacia otro lado. Lo habitual es que se culpen entre ellos y conviertan la desgracia en una oportunidad para rascar votos. Y nosotros, una y otra vez, caemos en su juego. Nos indignamos por unos días, compartimos imágenes impactantes, debatimos en las cenas con amigos… y al poco tiempo volvemos a nuestra rutina como si nada hubiese pasado.
Nos cuesta asumirlo, pero quienes gobiernan no están a la altura. Y no lo digo por una cuestión ideológica, sino por pura constatación: no saben, no quieren o, sencillamente, no les importa. Su incapacidad queda expuesta cada vez que ocurre algo extraordinario. Y lo extraordinario siempre acaba ocurriendo: una pandemia, un incendio, un volcán, una inundación, una crisis energética. Ante cada una de estas situaciones, el guion se repite: descoordinación, improvisación, mensajes vacíos y, finalmente, olvido. Lo grave es que seguimos aceptándolo como si no hubiera alternativa. Quizá, en el fondo, tampoco seamos mucho mejores.
En medio de este panorama, repetimos gestos vacíos. Igual que con los aplausos a los sanitarios en la pandemia, ahora toca inundar las redes con mensajes de apoyo a los bomberos. Pero lo que necesitan estos profesionales no son imágenes lacrimógenas. Lo que reclaman, y lo que nosotros deberíamos exigir por ellos, son medios, recursos, planificación y respeto real a su trabajo. La pregunta, entonces, es inevitable: ¿dónde acaba el dinero que todos aportamos para sostener este sistema?
Yo estoy cansado. No creo en esta clase política, en ninguna. Porque lo que vivimos ya no es una democracia plena. Es un simulacro, una ilusión cómoda. Nuestra voluntad no es que no cuente: es que, directamente, no existe. El voto se ha convertido en una especie de quimera que se malgasta en luchas de poder, intereses personales y equilibrios de partido. Y mientras tanto, los problemas reales quedan relegados a un segundo plano.
Las llamas que recorren España no son solo un desastre ambiental: son un recordatorio de lo frágiles que somos, de lo mal preparados que estamos para lo excepcional. Cuando arde un monte no se destruyen únicamente árboles: se destruye un ecosistema entero y se pone en riesgo la economía de una región.
Por eso debemos dejar de resignarnos. No se trata solo de exigir responsabilidades, sino de buscar soluciones cuyo objetivo sea devolvernos el control de nuestras vidas.
Por lo demás, solo espero que pronto sepamos quiénes son los responsables directos de estos incendios, esos hijos de perra sin moral alguna, capaces de quemar una sierra entera por cuatro míseros euros. Y que tengan claro algo: antes o después, conocerán lo que significa un extremeño cabreado.
Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista