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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La felicidad de una buena conversación

Una cena entre personas civilizadas es una de las maravillas de la vida, pero no es tan fácil de conseguir, hay mucho turras profesional

Act. 31 ago. 2025 - 10:34

Pocas cosas resultan tan gratas, incluso para los que no somos especialmente sociales, que una buena conversación. Existen personas que poseen el don de que todo comensal instalado en su mesa se sienta inmediatamente cómodo, y además siempre entretenido y cautivado por la charla.

He tenido la suerte de tratar a dos maestros de ese elegante arte del espíritu, Soledad Luca de Tena y Bieito Rubido, y todavía no sé muy bien cómo lo logran. Son una suerte de diplomáticos naturales. O quizá todo atienda a que cumplen la definición del gentleman que hacía Oscar Wilde, que no la basaba en los modales, sino que la elevaba a una categoría moral: «El gentleman es aquel que jamás hace daño a nadie intencionadamente», resumía Wilde. Al tiempo añadía que un caballero, o una dama, no tiene miedo a decir la verdad, exhibe sus conocimientos de manera comedida, sin soberbia intelectual, y, sobre todo, «se mostrará siempre tan amable y colaborador como sea posible».

Una cena cordial entre personas civilizadas es una de las maravillas de la vida. Y en este descanso de agosto he tenido la ocasión de disfrutar de tres que alcanzaron esa categoría, cada una a su manera. Sin embargo no es algo tan fácil de conseguir como parece, porque abundan la figura del turras profesional. Además, en paralelo, van a más los cuñaos, compendio universal de saberes, que cuando la frasca va menguando y las lenguas se liberan, muta en una especie de ChatGPT humano con respuesta para lo que se tercie, se hable del precio de los pisos o de cómo evitar que las cucarachas asomen por los desagües.

Los expertos en etiqueta y buenas costumbres, en los que por desgracia no me incluyo, han estudiado cómo lograr un buen clima en una cena. Para ello señalan una serie de materias que se deben evitar. La máxima más repetida es que «jamás se debe hablar de política o de religión en compañía de gente educada». El zumbón Mark Twain comentaba al respecto que «estoy bastante seguro de que en lo que se refiere a la política y la religión la capacidad de razonamiento de muchos no está muy por encima de la de los monos».

También se recomienda no preguntar jamás en público a un interlocutor por su salud, su momento sentimental o su situación económica o laboral. Pero si la etiqueta se pone muy estricta y vas vetando temas, al final acabarás hablando del tiempo, como los ingleses.

En mi experiencia particular existen cuatro materias especialmente plúmbeas que amenazan las cenas. Si aparecen me llevan a abismarme en las musarañas del aburrimiento, o a sumergirme en el escapismo del morapio y el papeo. La primera amenaza son esos comensales que te cuentan con detalle supuestas proezas de sus hijos y nietos, que en realidad vienen a ser parecidas a las de los hijos y nietos de todo el mundo. Este tipo de contertulio se torna ya aterrador cuando la evocación familiar incluye pase de fotos en el móvil de los principitos aludidos (acabaré en el purgatorio por todas las veces que he sonreído y asentido con cara de arrobo fingido ante el rostro de un bebé igual a todos los bebés que me muestra entusiasmada su abuela).

El segundo tema temible son los viajes. Ese tipo de plomos que te cuentan su senderismo estival por los Alpes, o sus chapoteos buceando en las Maldivas, o sus experiencias en los templos del Vietnam profundo… Lo cual habrá sido «espectacular» y «transformador» para ellos, pero que a ti te importa un carajo y te aburre soberanamente (peligro enorme también aquí con las fotos del Instagram).

El tercer tema tabú debería ser la salud. A ciertas edades todos vamos teniendo algún achaque, o muchos achaques, y contar en una cena cómo te operaron de una avería estomacal, o el día en que una doctora maravillosa te pilló a tiempo una angina de pecho y evitó que te reunieses con Elvis en el más allá, no es precisamente la manera de amenizar una velada.

El cuarto tema cargante, muy de cierta clase altamente pudiente, son los chismes sobre los amoríos y desamoríos de conocidos y allegados. Es decir, el cutre cotilleo de toda la vida sobre las vidas ajenas, que es algo de lo menos elegante que existe.

Así que discrepo de Mark Twain y compañía y me parece que con un poco de buen humor y un cierto escudo de ironía se puede pasar una velada excelente hablando de política, de cómo está el mundo, de los líos de la economía, de la encrucijada en que vive España o de las lecciones de la historia. Además la cháchara política se ha vuelto inevitable, porque hoy no existe cena en la que antes del segundo plato no se esté ya conversando sobre cuánto va a durar esa cargante plaga que nos ha caído encima, cuyo nombre no hace falta citar.

Al final, como señalaba el enorme Samuel Johnson, gran parrandero al que le daba el alba en los abrevaderos de Fleet Street, «la conversación más feliz es aquella de la que no recuerdas nada destacado, sino una sensación general placentera». Así es.

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