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28 de abril de 2024

Editorial

¿No hay cuatro diputados del PSOE como Felipe y Guerra?

Todos los socialistas están ya interpelados por sus «mayores» para que eviten la tropelía encabezada por Sánchez

Actualizada 01:30

Pedro Sánchez ya ha asumido en público la inminente aprobación de una amnistía con la que, simplemente, pretende pagarse el apoyo de Puigdemont a su investidura, imposible sin ese obsceno cambalache y otros, por conocer, aún peores si cabe.
Y lo ha hecho, con circunloquios que no engañan a nadie, añadiendo un mensaje de extrema gravedad que pone en solfa la misma esencia del sistema democrático. Porque rechazar la llamada «judicialización» del conflicto inducido por el separatismo en Cataluña y pretender gestionarlo «desde la política» equivale, de facto, a desmontar la separación de poderes, sustento de la Constitución y del Estado de derecho.
Sánchez no solo pretende amnistiar a potenciales delincuentes y legalizar sus delitos contra la unidad nacional, sino además derribar los obstáculos que una democracia tiene para tratar de frenarlos.
La «judicialización» no es la caprichosa respuesta de unos jueces ajenos a la realidad política del país, sino la defensa que la democracia tiene para preservar los valores, principios y normas definitorias de un espacio de libertad e igualdad que desaparece cuando alguien se salta las reglas y, de manera sonrojante, se encuentra con la complicidad del primer responsable de impedírselo.
El presidente en funciones compartió con Rajoy la necesidad de aplicarle a la Generalidad catalana el artículo 155, imprescindible para reponer el orden democrático asaltado ilegalmente. Y además defendió, con ardor, el endurecimiento del Código Penal para poder tipificar aquellos hechos como rebelión, castigado con condenas más duras. E incluso se comprometió a poner a Puigdemont frente a la Justicia, de la que huyó y con la que aún tiene cuentas pendientes.
Que todo ello se olvide para obtener, al precio que sea, el cargo logrado inicialmente con una moción de censura, retrata la escasez de valores de Sánchez y coloca a la sociedad, en su conjunto, frente al espejo: todo el mundo debe decir dónde se posiciona, con la certeza de que España se enfrente a uno de los momentos más delicados de su historia reciente.
Eso han entendido socialistas tan relevantes como Felipe González o Alfonso Guerra, cuya decisión de posicionarse con los intereses de España, y no con los de Sánchez, es plausible, aunque algo tardía. Su oposición al procés encabezado a la desesperada por el actual líder del PSOE interpela al conjunto de militantes, cargos públicos y diputados y desmonta el relato sanchista, según el cual las críticas a sus políticas proceden, en exclusiva, de sus rivales ideológicos.
Se trata de un asunto de Estado, que afecta a la propia identidad nacional, y como tal ha de ser observado por todos los estamentos sociales, incluyendo obviamente a los miembros del Grupo Parlamentario Socialista, en cuya mano está evitar la investidura de Sánchez en esas bochornosas condiciones.
Con que cuatro de ellos se nieguen a aupar a su líder, apelando a los mismos argumentos que dos de sus leyendas, será suficiente para evitar que una minoría radical elija presidente y lo haga para destruir el edificio constitucional.
Sánchez provocó que 15 diputados socialistas rompieran la disciplina de voto para desbloquear la parálisis de España tras dos elecciones generales en seis meses. Que cuatro no lo hagan ahora, por razones bastante más relevantes y justificables, sería trágico y les convertiría en cómplices ante la historia de una tropelía, ya en marcha, sin precedentes.
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