El niño ucraniano que lloraba solo
Hice caso al padre Opeka y comprendí que existen otras maneras de ayudar, otras formas de poner nuestro granito de arena para que el mundo sea un lugar mejor
Un vídeo viral que hiela la sangre. Un niño de unos diez años camina solo en medio de una carretera. Un llanto lastimero y constante, de infinita tristeza, de cansancio, soledad y desolación. Acaba de llegar, sin sus padres, a la frontera entre Ucrania y Polonia. Hace solo unas semanas su vida era normal. Me lo imagino camino del colegio, dando patadas al mismo balón con el que iba a jugar con sus amigos, en el recreo, con el bocadillo que le habían preparado en casa por la mañana, cuando toda la familia desayunó junta sin saber que las bombas rusas cambiarían por completo su vida.
Me siento muy identificada con este vídeo porque este niño tiene más o menos la edad de mis hijos. No me cuesta nada imaginar el dolor de su madre cuando elegía qué únicas prendas se iba a llevar a un exilio sine die, con el miedo paralizante de no saber si volverían a encontrarse. Y no puedo evitar que los ojos se me inunden de lágrimas. Hago mío el dolor de cada una de las personas que sufren por la guerra. Y es justo ese dolor el que me une más a ellas, a rezar por la paz, a ayudarlos en la medida de mis posibilidades, a abrir nuestra casa si fuera necesario.
A mis hijos también les llegó el vídeo a través de TikTok –así de viral se ha vuelto— y me preguntaban inquietos si el cámara que grababa la escena no había hecho nada por ayudar al niño. Les expliqué que los periodistas siempre hacemos algo después de grabar la escena. Desconozco el caso concreto, pero es más que probable que después de grabar, el periodista se acercase al chaval, le diese el abrazo que necesitaba en ese momento y lo acompañase hasta que alguien se pudiera hacer cargo de él.
Así ocurrió con aquella célebre foto que Kevin Carter tomó en una de las grandes hambrunas en Sudán, cuando un buitre se acercaba peligrosamente a una niña moribunda. Carter capturó un instante que dio la vuelta al mundo y removió muchas conciencias que comprendieron gracias a su objetivo la magnitud del problema. Acto seguido, llevó a la niña a un centro de atención cercano. Pero recibió tantas críticas, fruto de la ignorancia, que acabó por quitarse la vida.

Hace ya muchos años tuve la suerte de conocer como periodista la labor que Manos Unidas apoyaba en un vertedero de Antananarivo, la populosa capital de Madagascar. Allí, el padre Pedro Opeka trataba de sacar de entre la basura a las familias, dar educación a los niños, acogerlos y devolverles la esperanza, enseñarles la fe, conseguirles un trabajo digno y una vivienda adecuada. En una de aquellas jornadas pude fotografiar a una madre con un bebé recién nacido y con sus otros cuatro hijos alrededor. Al día siguiente, ella y dos de sus hijos habían muerto intoxicados por algún alimento en mal estado que rescataron de entre la basura.
Incapaz de parar de llorar, en aquel momento no podía evitar sentirme inmensamente culpable. Yo era una privilegiada «de excursión» por el dolor y el sufrimiento real, perpetuo, inabarcable. Solo con el dinero que sacase de vender la cámara con la que había tomado las fotografías de esa familia, alimentaría durante un año a buena parte del poblado chabolista.
No entendía nada, estaba colapsada. Pero el padre Pedro Opeka me lo explicó con su marcado acento argentino: «María, lleva esas fotos a España y publica, por favor, el mejor artículo que hayas escrito en tu vida. Te aseguro que, en menos de un mes, gracias a que tú eres nuestra voz y nuestros ojos, las donaciones que recibamos habrán multiplicado con creces el precio de tu cámara». Hice caso al padre Opeka y comprendí que existen otras maneras de ayudar, otras formas de poner nuestro granito de arena para que el mundo sea un lugar mejor.
Es cierto que los medios abusan en demasiadas ocasiones del emotivismo, conscientes del éxito asegurado que siempre cosechan los argumentos «pathos», según los clásicos de la retórica. Pero no es menos cierto que si el argumento es verdadero, no hace más que transmitir la dureza de lo que ocurre, y si además consigue mover a la acción, sacar de su zona de confort a una audiencia adormecida, otros niños de Ucrania ya no tendrán que llorar solos mientras cruzan la frontera.
- María Solano es decana de la Facultad de Humanidades y CC. de la Comunicación de la Universidad San Pablo CEU