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26 de abril de 2024

En primera líneaJavier Rupérez

La palabra y su museo

Hay que verlo. Es un admirable proyecto explicativo de lo que la «palabra», en resumidas cuentas, la comunicación, supone en la historia humana

Actualizada 02:02

Se llama «Planet Word» y está en el edificio de lo que en la Plaza Franklin de Washington DC fuera la Franklin School, una construcción emblemática de finales del siglo XIX. Para los que quieran localizarlo con más precisión, se encuentra en la esquina de las calles 13 y K y su aspecto es inconfundible: una sólida masa de ladrillo rojo con evocaciones que oscilan entre lo renacentista, como quería su arquitecto, una tal Duss, y la voluntad germánica del volumen. Es algo de lo poco que queda de la época en la zona, en la parte urbano-residencial de la capital americana. Es allí donde ahora reside lo que en español llamaríamos «Museo de la Palabra».
Fueron familia y amigos los que me hablaron con tonos entusiastas de lo que me parecía improbable museo y del que, sin embargo, apenas podían aportar otra cosa descriptiva que no fueran sus admirativos elogios. «Hay que verlo», me decían, «te gustará», y ante mis interrogantes, «¿de qué va, como se puede montar un museo de la palabra?», la contestación era invariablemente la misma: «Difícil de describir, hay que verlo».
Hay que verlo. Es un admirable proyecto explicativo de lo que la «palabra», en resumidas cuentas, la comunicación, supone en la historia humana. Está realizado con una gran capacidad tecnológica en la que las diversas proposiciones se presentan con un diseño participativo que invita casi inevitablemente a la respuesta y a la acción. Porque de una primera presentación global de lo que los diversos idiomas significan y han significado en la evolución del mundo y en su estado actual, se transita suavemente a los significados de la palabra escrita, hablada, susurrada, cantada o versificada. De manera que recordé y musité las letras de las canciones de mi juventud, las de siempre, e investigué los diversos ritmos con que se pueden construir las poesías que aspiraban y todavía aspiran a tenerlos, y recordé las variantes significativas que las palabras pueden tener, y cuál puede ser su utilización pública o privada para suscitar emoción, o miedo, o amor, o cansancio, o libertad. Y en el centro del despliegue, que cuenta con el apoyo de la belleza ornamental y volumétrica con que está concebido el interior del edificio, la realidad de una biblioteca clásica, multiplicada hasta el infinito por un sabio juego de espejos, en cuyos pupitres se despliegan y se leen en voz alta las principales obras de la literatura y el pensamiento en lengua inglesa. Debo confesar que la experiencia me produjo intensa y alegre satisfacción. Un gran espectáculo. Una gran imaginación. Y también un poderoso acicate para la reflexión.
Ilustración museo

Lu Tolstova

Porque, no cabe ninguna duda, sería una muestra incomprensible sin su primera intención: dar al alfabeto y a la alfabetización su pleno sentido: el de la vida humana y su propio desarrollo en dignidad y en libertad, que depende en gran medida de que sepamos dotar a nuestras comunicaciones de toda la riqueza y sutil variedad que la palabra encierra como medio central de comunicación entre los miembros de la raza humana. Y que, en consecuencia, dotemos a nuestras existencias de todas las posibilidades de evolución y desarrollo que contienen nuestras naturalezas y sus entornos. No lo dice el museo, pero se deduce claramente del recorrido que propone: la palabra bien conocida y utilizada, la que proviene de una adecuada educación en la letra y el espíritu, es la que praderosamente ayuda a mantener entre los ciudadanos unos niveles de comprensión y proximidad que tan imprescindibles resultan para mantener la paz. E incluso el amor. Cosas éstas tanto más importantes cuanto que la palabra que el entorno suele repetir ad infinitum, ahora que tanta influencia tienen las redes sociales y sus habituales seguidores, suele desgraciadamente estar mal utilizada, peor escrita y cargada de sentimientos tan primarios como peligrosos, en los que predomina, el odio, el desprecio o la mentira.
«Planet Word», el «Museo de la Palabra», lleva abierto apenas dos años y, a pesar de las dificultades que supusieron los tiempos de la pandemia, tiene actualmente una notable capacidad de atracción y un gran número de visitantes. Su idea fundacional se debe a la filántropa y empresaria, y también profesora de segunda enseñanza, Ann Friedman, a la que también muchos identifican como la mujer del conocido columnista del New York Times Tom Friedman. Es una institución privada financiada por un nutrido abanico de personas y grupos del mundo económico y cultural. Y no dejé de anotar que, en su entrada, de manera definitoria, figura una bella propuesta escultural de Jaume Plensa, que sin decir palabra muestra en el boceto de persona humana que su obra ofrece lo que las letras y su significado encierran. Y que el museo se encarga adecuadamente de exponer.
Al salir no pude por menos de pensar en lo inevitable: ¿acaso no estaría España en situación de emular esa contundente iniciativa, de manera que la palabra utilizada como vehículo no fuera la lengua inglesa sino la española? ¿Cuántos han sido los españoles de ámbito público o privado que han tomado noticia de la existencia de este formidable «Planet Word», lo han visitado y pensado que a lo mejor algo parecido podíamos realizar en nuestra patria? ¿Alguien toma al respecto la palabra?
  • Javier Rupérez es embajador de España
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