Deprisa y corriendo
Ese regalo diario que nos permite respirar resulta incompatible con el ritmo estresante que hoy imprimen tantas sociedades. Cuando uno visita naciones donde eso no ocurre, detecta menos trastornos mentales. Y descubre pueblos más felices, aunque la procesión vaya por dentro
Llega un momento en la vida en que, en cada año, se celebran varias Navidades o se repite más de un verano. A diferencia de la eterna etapa adolescente, en que los días duraban semanas, mediada la edad el tiempo vuela, consumiéndose las horas a una velocidad de vértigo. «Y ya para terminar…», comenzó su discurso aquél ocurrente orador: así nos pasa a los humanos al doblar el Cabo de Hornos de nuestra existencia. Encadenamos jornadas a granel, sin detenernos un ápice en su trascendencia. Solo cuando algún problema nos atenaza reparamos en la suprema idiotez de ver mover las manecillas del reloj sin darnos ni cuenta.

Ese regalo diario que nos permite respirar resulta incompatible con el ritmo estresante que hoy imprimen tantas sociedades. Cuando uno visita naciones donde eso no ocurre, detecta menos trastornos mentales. Y descubre pueblos más felices, aunque la procesión vaya por dentro. «Acá vendemos latas llenas de sol y tranquilidad», me soltaron en el Caribe. Como recordaba Marañón, la virtud de la rapidez nunca debe engendrar el vicio de la prisa, y el ambiente reinante de apresuramiento ansioso lo está confirmando.
Atropelladamente, ni se puede degustar un buen guiso o vino, ni contemplar ningún atardecer de ensueño. Hay infinidad de asuntos imposibles de enfrentar sin un mínimo de calma. El movimiento internacional que apunta al yantar lento es un buen ejemplo, pero existen otros muchos, ligados a la educación o a la dinámica urbanística. Esa filosofía no pretende que sigamos el premioso compás de los caracoles, sino que levantemos el pie del acelerador o reduzcamos alguna marcha, viviendo de forma más sencilla o huyendo de precipitaciones.
Quienes consideran que detrás de esas corrientes está enmendar la plana a nuestra civilización posmoderna tienen toda la razón. El materialismo obsesivo no nos sienta nada bien. Como tampoco lo hace la comida rápida, calificada con pleno acierto como basura. La cultura del crédito ha trastocado también el valor del dinero, impulsándonos a vivir por encima de nuestras posibilidades de forma permanente. Y el culto a la urgencia nos impide disfrutar de un tiempo que nunca volverá.
Nadie dice que frenar un poco signifique abrazar esas teorías tan en boga del decrecimiento, con pinta de pandemonio comunistoide o al menos de su marca blanca. De lo que se trata aquí es de vivir al humano modo, escapando del agobio cotidiano en que andamos metidos y del que no somos ni conscientes.
La emigración de las grandes urbes hacia las pequeñas o medianas tal vez encuentre en esta inteligente tendencia parte de su origen. El hastío que provocan las luces de neón y los atascos, las aglomeraciones y la carestía, impulsan a cada vez más gentes a largarse con su petate lejos, para amanecer alrededor de campanarios donde pueden encontrar algo de serenidad y plenitud. Las estadísticas corroboran que el desplome demográfico se ha atenuado un tanto en localidades próximas a capitales populosas, o en aquellas otras de tamaño intermedio, acaso por esa búsqueda del paraíso que no han logrado descubrir en el espejismo urbanícola.
Deprisa y corriendo ni podemos pensar, ni conducirnos con demasiado sentido. Solo cabe consumir sin cesar, tanto bienes como ideas que nos colocan a diario. Y en ese triste escenario la manipulación hay que darla por supuesta, como se comprueba con facilidad. La celeridad es la antítesis misma de la meditación, que siempre precisa sosiego.
Y luego está, claro, el silencio que rodea a la quietud. Cuando sabíamos vivir con simplicidad había tertulias en los cafés, en las que las tardes tardaban un soplo en convertirse en noches. Se detenía el tiempo compartiendo conocimientos, anécdotas o experiencias. El resto del día se destinaba a rumiar calladamente lo escuchado. Lo contrario de lo que hoy sucede, invadidos como estamos de un ruido ensordecedor colmado de mensajes cargados de necedades proferidas por tantos cretinos con ínfulas.
Todo esto es fácil decirlo y difícil ponerlo en práctica. Requiere sabiduría, algo que no solo otorga la vejez, al abundar adultescentes que desconocen los secretos del vivir reposado. En marea baja se ven mejor los peces, suelen repetir los pescadores, y a paso lento se perciben mejor las cosas, una verdad como la copa de un pino.
- Javier Junceda es jurista y escritor