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En primera líneaMiguel Rumayor

Recuperar la fuerza de las palabras

Restablecer la verdad y luchar por ella en todos sus ámbitos será sin duda una de las batallas culturales más importantes que tendremos que encarar los españoles en los próximos años

Los pájaros sagrados del templo de Juno han comenzado a batir con vigor las alas. Roma se libra de la carcunda derechosa, al menos durante el estío. Calígula y Drusila, aupados al poder por la ayuda del sórdido negocio del puterío unisex, saludan en San Bernardo desde lo alto del piso de Muface. Salvo que aparezca en estos días una definitiva serpiente veraniega de la UCO, Sánchez todavía no se achicharra. Uno se los imagina en Las Marismillas, disfrutando las puestas de sol de Doñana y escuchando a sus pájaros graznando por la ciénaga mediática.

La fuerza de las palabras

El Debate (asistido por IA)

Lo más perentorio para nuestra cultura es el absoluto desprecio a la verdad y al peso de las palabras que el jefe de Gobierno difunde a la sociedad. Cada día, Sánchez espurrea su repertorio de falsedades a ministros sumisos y a gacetilleros paniaguados para que luego lo lleven al BOE o lo cacareen por doquier. Genera ese hedor que llega a los ciudadanos y les sume en el sueño ideológico de la cancelación. Restablecer la verdad y luchar por ella en todos sus ámbitos será sin duda una de las batallas culturales más importantes que tendremos que encarar los españoles en los próximos años.

Nos encabronó cuando decía eso de: «No miento, he cambiado de opinión» para conseguir gobernar y luego le vimos colaborar con delincuentes y terroristas. Tristemente nos hemos acostumbrado. Ahora, sin embargo, nos preocupa que su salud se deteriore más cuando al actuar, quizá contra su propia naturaleza, retiene como si fuera un gas algo verdadero o bueno para los españoles y luego eso se le escapa por la boca.

Ya no sorprende cuando Patxi López se irrita, no sabe qué decir y masculla bravuconadas ante las peligrosísimas preguntas fachosas de un veinteañero en las ruedas de prensa. No nos inmutamos al constatar que algunos periodistas progresistas se callan, cual puertas claustrales, ante la ridícula expulsión del Congreso de aquel chico junto a un periodista camerunés, acusados de «acoso mediático». Señores profesionales: si hay algún delito, denúncienlo, pero no censuren al resto. La democracia no se merece esa componenda. Dejen que se hagan preguntas a los políticos a los que ustedes no saben, no quieren, o no se atreven a cuestionar.

Estas son algunas de las patéticas estampas que dibujan el estado de la libertad de prensa y de expresión en nuestro país. Lo cierto es que, como sucede desde hace tiempo en todo Occidente, hemos adelgazado el peso de las palabras. Huimos de su fuerza esclarecedora y nos resbala el evangélico: «Sea vuestro sí, sí y vuestro no, no». De ahí que, sin darnos cuenta o disimulando, despreciemos los compromisos individuales y sociales que ocurren siempre cuando abrimos la boca para hablar.

La antropología cultural dice que las palabras tienen tanta relevancia que preceden históricamente a los contratos escritos. Estos, junto a los testigos, aparecieron después, como pruebas fiduciarias ante las dudas frente a lo acordado. Actúan, las palabras, como columnas de estabilidad social y son el cálamo que escribe la calidad moral de las relaciones entre personas, la política, la cultura, la familia, el comercio, entre otras muchas cosas.

El marxismo cultural odia la palabra, su libre expresión, el logos y su conexión con la verdad. Marx en sus Manuscritos económicos y filosóficos (1844) critica lo que a él le parece que son visiones idealistas que consideran el lenguaje como algo autónomo, independiente de las condiciones materiales. En su enfoque, el lenguaje refleja las estructuras sociales y económicas, por eso hay que adaptarlo y usarlo en favor de la revolución y la creación de un nuevo orden.

Muchas universidades divulgan esta instrumentalización de las palabras y la cultura de la cancelación: la hija más insolente de lo políticamente correcto. Se cerraron forzosamente muchos debates y apareció el pensamiento único. Llegaron las purgas, los borrados y las persecuciones ideológicas y culturales. Quedaron vedados vocablos como patria, mujer, libertad, familia, padre, mercado, Dios. No se pueden usar términos del pasado que atesoran un significado milenario, sino solo los que proceden de una suerte de siniestro Ministerio de la Verdad.

Hay que luchar contra esta perversión, porque valores tan importantes como el prestigio, la confianza, la calidad humana y el honor entre personas dependen de la fuerza de las palabras y su relación con la verdad. Es urgente retomar el uso cabal y valiente del lenguaje en nuestra cultura y nuestro lenguaje político.

Miguel Rumayor es investigador en filosofía de la educación y diputado de la Asamblea de Madrid

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