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30 de abril de 2024

TribunaCarlos Abella

Evocación del 23-F de 1981

Hoy, gracias a Sánchez y a ese ADN golpista del socialismo, él y sus socios alientan a todas horas el espantajo de una extrema derecha con la que pretenden encubrir su falsas convicciones democráticas

Actualizada 05:37

La fecha del 23 de febrero acude este año de nuevo a la cita con la historia y con la memoria de quienes vivimos aquel lamentable episodio de nuestra democracia, que estuvo a punto de frustrar el esperanzador proyecto de convivencia entre nosotros, los españoles. En los cuarenta y un años transcurridos, sentimos mucho tiempo el zarpazo del terrorismo, mientras el fundamento democrático avanzaba con sus dificultades y la cierta armonía entre los dos grandes partidos del espectro político de centro izquierda y centro derecha con el apoyo de las dos formaciones nacionalistas, la vasca y la catalana.
Pero la conjunción visionaria en 2004 del presidente Zapatero, su aliento a las aspiraciones de Pasqual Maragall y Artur Mas, y su anuencia a pactar con la ya derrotada ETA su activa presencia en el escenario político, han creado un clima de inestabilidad que ha sido increíblemente respaldado por la insensata propuesta de su sucesor –Pedro Sánchez– de formar un Gobierno de absurda coalición con quienes detestan y quieren demoler la arquitectura de la Transición y su Constitución, devaluar sus méritos, haciéndola depender de la entonces cercana presencia de sectores próximos al ejército. La coalición actual incorpora a quienes han pretendido desde Cataluña establecer un foso de incomprensión y de ruptura con el resto de España, y a quienes día a día pretenden borrar el rastro de la sangre provocada por ellos al mismo tiempo que quien ha formado este caótico instrumento de ¿gobierno? pretende saldar cuentas con su penoso pasado. Pero es que además, este pretendido estable Gobierno alienta, ampara y permite que se socave la institución que dio aliento a nuestra democracia y quien fue capaz de hacer frente a la insubordinación de unos servidores públicos, que ya entonces y hoy aún más sabemos alentados por políticos frustrados, por otros llevados de su impaciente ambición y por quienes desde algunas tribunas periodísticas anhelaban dar un golpe de timón contra la ley.
Fue el Rey Juan Carlos quien el 23-F hizo valer su autoridad frente a los insurrectos, y fue el Gobierno posterior al golpe, presidido por Leopoldo Calvo Sotelo, el que con su inmediato recurso de la sentencia del Tribunal Militar al Tribunal Supremo enmendó la inicial sentencia casi absolutoria del cerebro del golpe, el general Armada, reivindicando la primacía del poder civil frente al poder militar. Todo lo contrario que ha hecho Pedro Sánchez y el PSOE con los golpistas del 1-0.
Cuarenta y un años después, el clima de decencia moral después del golpe de la Generalitat contra la ley es infinitamente peor que el de las vísperas del 23-F. He leído en estos años penosas conjeturas de algunos historiadores sobre el papel del impulsor del golpe, el general Armada, indultado por cierto en 1988 por el Gobierno de Felipe González, difuminando así la injustificada reunión con el propio general Armada en Lérida de tres de sus dirigentes – Múgica, Raventós y Siurana– en el otoño de 1980 y cuyo informe a la ejecutiva federal yace sepultado entre miles de legajos sin que nadie tenga la curiosidad de desvelar su contenido.
Eso sí, la curiosidad histórica se distrae con que si el Rey estaba o no al corriente, si el clima político era insoportable, si la configuración del Estado autonómico devoraba el sentido uniforme de nuestro país, y si los primeros años de democracia, desde 1976 y desde la Constitución de 1978 hasta 1982, habían estado influidos por la herencia franquista; olvidan que eso fue después de haber concedido el Rey y el Gobierno dos amnistías que estaban claramente indicadas para que se acreditara la sana intención de que todos pudieran desempeñar su papel en el nuevo escenario político.
Hoy, el Gobierno de España pacta las decisiones más relevantes con quienes odian a la Corona, quieren derrocar al sucesor de quien salvó a España del golpe del 23 F; quieren establecer una condena política sobre todo el periodo posterior a la guerra civil, llegando a incluso atreverse a citar la palabra «genocida» para definir a un régimen. Con su extraordinaria brillantez, y gran acierto, Cayetana Álvarez de Toledo ha establecido en su libro Políticamente indeseable la diferencia entre el golpe del 23-F y el golpe del 1 de octubre de 2017, estableciendo esa abismal diferencia en que el 1 de octubre, el golpe fue promovido, alentado, financiado y auspiciado por la Generalitat de Cataluña, institución que ostenta por mandato constitucional la representación de unos ciudadanos y del Estado en esa comunidad autónoma.
Pero con ser ello grave, gravísimo, quienes alentaron ese golpe de Estado son hoy de quienes se ha servido el presidente del Gobierno de todos los españoles –Pedro Sánchez– para conseguir su presidencia y quienes respaldan su gestión, quienes alientan la demolición de nuestra reciente historia y quienes con su dialéctica tratan cada día de desprestigiar el inmenso trabajo de soldadura que protagonizaron los artífices de la Transición.
Hoy, gracias a Sánchez y a ese ADN golpista del socialismo, él y sus socios alientan a todas horas el espantajo de una extrema derecha con la que pretenden encubrir su falsas convicciones democráticas, porque hoy en España, gracias a él, los Tejero, Milans, Armada, demás «golpistas» del 1 de octubre y los que llevan la asquerosa mochila de los ochocientos muertos influyen en las decisiones de Gobierno, han sido indultados por quienes debían haber hecho valer la preminencia moral y jurídica de la ley sobre la sedición, la rebelión y el terror y colaboran en debilitar nuestra esencia democrática.
  • Carlos Abella es escritor
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