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28 de marzo de 2024

tribunaMiguel Aranguren

Harry Potter no es persona menstruante

Harry Potter ha dejado de ser un aprendiz de mago desde que Rowling se ha manifestado en contra de la dictadura trans que todo lo salpica

Actualizada 18:26

Defiendo que el discurso de lo imposible es propio de los países ricos. Lo mismo puedo decir respecto al discurso de lo innecesario. Quizá me falte añadir que cuando a ese discurso imposible e innecesario se suma lo ridículo, es probable que se haya convertido en un mantra de las autoridades de cualquier signo en esos países sin necesidades aparentes. Y si a lo ridículo se añade la idiocia (cada vez recurro más veces a la voz de este trastorno mental para describir el contagio de la estupidez, que se disemina a mayor velocidad que el coronavirus en sus peores fechas) y la maldad, es seguro que más que un discurso será una imposición a los ciudadanos del viejo Occidente, que ha pasado de abanderar la civilización más perfecta a firmar el manual «Destrúyase a usted mismo en sencillos pasos».
Las medidas políticas para el enraizamiento de los postulados LGTBIQ+ (a los que de manera recurrente van sumando nuevas siglas quienes interpretan el mundo a partir de gónadas mareadas), son el resultado de la modorra propia de la sociedad que vive atrapada por mantener, por encima de cualquier premisa, el estado del bienestar. Pan y circo, vamos, con todo mi respeto para los artistas de la pista, a quienes esta debacle intelectual les prohíbe tener, cuidar y amaestrar aquellos animales que han hecho las delicias de niños y mayores de todos los tiempos, mientras los librepensadores conversan con su perro –castrado, como ordena la ley–, le lloran a su gato –castrado también, como ordena la ley– y comparten ideales con una pareja de periquitos –a los que, como es muy difícil castrar, han colocado un nido con la ilusión de que las aves les conviertan en abuelos putativos–.
La última ocurrencia de estas doctrinas espurias pone en solfa la identidad sexual de Harry Potter, personaje de papel (y de celuloide, además de muñequito de Mattel, personaje de Lego y héroe de más de un videojuego), niño y jovencito según avanza el serial, al que algunos interpretan como gay, otros como lesbiana (será que nació sin pito), bisexual, transexual (nació con pito, pero la autora lo borró sobre el manuscrito con una goma Milán), travesti (en las noches de Hogwarts), intersexual (lo siento, pero me he perdido entre tanta nomenclatura), queer (¿mande?...) y todo el desván de posibilidades que cabe en el signo «+». Es su cruel venganza contra J.K. Rowling, otrora envidiada por el éxito de su criatura literaria –que la convirtió en una de las personas más ricas de Reino Unido–, magna obra fantástica, imprescindible en la historia de la narrativa popular.
El complot LGTBIQ+ contra la escritora escocesa consiste en la reacción propia de quienes, a falta de otras motivaciones, hacen de su ideología acientífica una lucha sin cuartel que solo da por buena la imposición, sin análisis ni debate. En su pataleta, orquestada y defendida con rabia por los desestabilizadores de la civilización judeocristiana, Harry Potter ha dejado de ser un aprendiz de mago desde que Rowling se ha manifestado en contra de la dictadura trans que todo lo salpica. Así, el protagonista puede ser una aprendiza (extraño término aceptado por la RAE), una ilusionista (escojo el neutro), la Pantera Rosa o un cenicero, pues en el ecosistema de lo relativo nada es lo que parece, ni mucho menos lo que es.
Ante la hartura de la escritora que más ejemplares ha vendido en todos los tiempos, a causa de los lobbies encargados de beatificar las patologías sexuales, estos le responden con la dislocación de su universo blanco por el que se mueve, varita en mano, el simpático Potter. Expecto patronum y otros hechizos aprendidos de la profesora McGonagall o del maestro Dumbledore son aguachirri frente al poder del clan LGTBIQ+, que no soporta la oposición de J.K. a la cansina maldad que, como un maleficio de Lord Voldemort, pervierte la educación en las escuelas, invade la publicidad, coloniza los canales de televisión y las plataformas digitales, malea el lenguaje y divide a la gente de bien entre la confusión y la certeza.
Visto desde la perspectiva de los años, 1997, fecha en la que se editó el primer título de las aventuras del niño con la cicatriz del rayo en la frente, resulta extraño que Rowling no hubiera incluido, entre los numerosos profesores y alumnos del internado, algún prototipo de cualquiera de las variantes que caben en el amplio abanico de las opciones sexuales del generoso diccionario del lobby gay. Resulta que la novelista era y es consecuente con los principios que, sobre el tema, sigue defendiendo: que una mujer es una mujer, no una persona menstruante que podría ser –en la lógica ilógica de los ideólogos– hombre, trans, queer o pitufo. Y que por esta oposición al discurso de lo imposible, de lo innecesario, de lo ridículo, de lo idiota y lo perverso, apoya un nuevo movimiento civil, que condiciona el voto de los ciudadanos a que los partidos políticos respeten las decisiones de la biología.
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