Hispanoamérica XXI: Isabel, Marina y Guadalupe
Hispanoamérica no asume su legado: niega o minusvalora su raíz principal y común, que no es otra que la que llevó —al modo español— a Jerusalén, Roma y Atenas al otro lado del Atlántico; entroniza narrativas absurdas de «paraísos» precolombinos arrasados que nos colocan en la impotencia de la víctima, a la par que exculpan al liderazgo presente
Cada 12 de diciembre multitud de peregrinos confluyen en la Basílica de la Virgen de Guadalupe en Ciudad de México. Los hispanoamericanos, por doquier, deberíamos celebrar en esa fecha nuestra forja. Descansa esta, en inmensa medida, sobre los dulces hombros de tres madres: Isabel la Católica, doña Marina y la Virgen; dignidad, mestizaje y trascendencia.
El primer pilar se levanta en Castilla: es la conciencia de una reina. Ante la llegada de los primeros indios, esclavizados por Colón, resuena, como acto fundacional, la reacción de Isabel a través de los siglos: «¿Quién ha dado autoridad al almirante para dar en esclavitud mis vasallos?». Sueña con una tierra donde la evangelización hermane a los desconocidos. En su testamento, al borde de la muerte, insiste «que no consientan ni den lugar que los indios... reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados». Es Isabel la raíz firme y fecunda de un andamiaje institucional cuyos principios, que recorren tres siglos, se aferran a la dignidad humana.
El segundo pilar es americano: Malintzin, doña Marina, el puente necesario, la gran tejedora de convivencia. Su inteligencia evita masacres, forja alianzas que permiten el nacimiento de la Nueva España. En su propia carne, al dar a luz a Martín Cortés, inaugura el mestizaje. Nos enseña que no somos meros españoles trasplantados ni indígenas puros, sino un pueblo nuevo, de aquí y de allá, nacido de una fusión compleja y fértil. Es el eslabón vivo que une dos mundos para que nazca uno nuevo.
El tercer pilar todo lo trasciende: la Virgen. Tras el derrumbe de los templos aztecas, el cielo parece vacío y el miedo al fin del mundo, que —según las creencias prehispánicas— exigía sangre para que el sol siguiera su curso, hiela los corazones. Entonces, en el invierno de 1531, desde el 9 hasta el 12 de diciembre, desciende al Tepeyac Santa María de Guadalupe. Trae el sentido pleno: la revolución del amor cristiano. Dios no pide nuestra sangre, la vierte Él mismo por nosotros. En su tilma, la Virgen mestiza, encinta de ese Dios redentor, nos dice que el universo no se mueve por el terror, sino por la misericordia. Su pregunta, «¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?», es el consuelo definitivo de Hispanoamérica: nos da una patria espiritual donde nadie es huérfano.
Es inmenso el legado hispanoamericano, amén de profundamente vigente: la dignidad humana, la mezcla y la intercomunicación, el anclaje en valores sólidos y trascendentes… Sin embargo, Hispanoamérica no asume su legado: niega o minusvalora su raíz principal y común, que no es otra que la que llevó —al modo español— a Jerusalén, Roma y Atenas al otro lado del Atlántico; entroniza narrativas absurdas de «paraísos» precolombinos arrasados que nos colocan en la impotencia de la víctima, a la par que exculpan al liderazgo presente; fuerza esquemas —jurídicos, políticos, económicos— ajenos sobre la población, con escasísima consideración de las condiciones reales para asimilarlos y realizarlos. El resultado no puede ser otro que el que va siendo: desatino y subordinación.
El siglo XXI es un tiempo de forja: rojo está el hierro mundial y puede asumir nuevas formas. En el magma contemporáneo de oportunidades, los hispanoamericanos tenemos que recordar quiénes fuimos para proyectarnos hacia nuestro máximo potencial. En nuestra raíz —asordinada hoy— se halla la convergencia del afán de justicia de Isabel, de la construcción de puentes de Marina y del vertido de amor de Guadalupe. Cuando, junto a otras, estas coordenadas nos gobernaban y cohesionaban en nuestros propios términos —XVI, XVII, XVIII— fuimos potencia mundial: el viento hinchaba generosamente las velas de nuestros galeones en todos los océanos. Juntemos de nuevo —actualizándolas— estas coordenadas en nuestras mentes y corazones. Escuchémoslas. Encontremos parámetros conducentes de ejecución. Tal es la tarea de los hispanos de esta centuria y es claramente posible: en mi libro Por qué el futuro es hispano sobre ello me he explayado. Retomaremos así la grandeza y la potencia que nos impulsó durante trescientos años y que extraviamos hace unos doscientos, cuando, en mala hora, estallamos en un archipiélago de pequeños estados.
Las cáscaras de nuez han de reconstituirse en galeón.
- Carlos Leáñez Aristimuño es hispanista