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TribunaIgnacio García de Leániz

Hannah Arendt ante el régimen de Franco

Para nuestra pensadora tachar de totalitario al régimen vencedor que consistía en una dictadura militar conservadora-católica resultaba un error conceptual, lo que da cuenta en aquellas décadas en que lo señala de su independencia de juicio

Actualizada 01:30

El 4 de diciembre de 1975 fallecía mientras escribía en su apartamento neoyorkino junto al Riverside Park, la pensadora judeo alemana Hannah Arendt. Autora en 1951 de la obra imprescindible Los orígenes del totalitarismo, coincide su 50 aniversario con aquel otro —tan anunciado hoy— de Franco dos semanas antes. La coincidencia nos invita a profundizar en dos aspectos claves: qué entendía Arendt por totalitarismo como fenómeno político exclusivo del siglo XX que desemboca en las «fábricas de la muerte» nazis y el Gulag soviético y, por otra parte, cómo tipificaba nuestra pensadora el régimen de Franco insaturado en 1939 al fin de la Guerra Civil, al menos lo que se entiende por «primer franquismo».

Para Arendt, el fenómeno totalitario supone una quiebra de la historia, un acontecimiento radicalmente nuevo al ser cualitativamente distinto de formas anteriores del ejercicio del poder tales como la tiranía, el despotismo o la dictadura. Lo novedoso y propio de él es la ocupación absoluta del Estado y de la vida ciudadana, también de la privada, en la que desaparece la noción de individuo y sus derechos elementales anejos. El uso del terror se vuelve indiscriminado, ya no selectivo como en las tiranías, que a su vez se convierte en ley objetiva del movimiento político nazi o soviético. Todo ciudadano se convierte de iure en víctima posible con independencia de su pensamiento, acciones o conductas, por lo que las categorías de «inocente» y «culpable» pierden todo su significado y nuestras categorías morales entran en bancarrota. Un escenario donde el líder absoluto se convierte en el «funcionario de las masas», y la verdad deviene reino de la mentira en el que el partido, sea el NSDAP alemán o el PCUS ruso, «mienten la verdad misma», al decir de Arendt. Y donde la nueva «ilegalidad totalitaria» sustituye la legislación anterior que se tilda en cada caso de antirracista, democrática o burguesa, entronizando la radical arbitrariedad de un poder omnímodo. Todo ello desemboca ineluctablemente, según Arendt, en esa «imagen del Infierno en la Tierra» que fueron los lager alemanes y el Gulag ruso. De hecho, para nuestra pensadora el fenómeno totalitario en sentido estricto solo se dio, cabalmente, en la Alemania nazi a partir de 1938 y en el Gran Terror de la Unión Soviética desde 1937 a 1939.

Tras esta taxonomía previa del totalitarismo, podemos analizar la tipificación del franquismo primero que hará Arendt. Para ello conviene apoyarse en el esclarecedor libro de Agustín Serrano de Haro Arendt y España (Trotta), que dilucida la cuestión. Dos son las notas que definen la naturaleza de la dictadura franquista vencedora de la Guerra: por una parte, que Franco fuera un militar que contaba con el respaldo del ejército a diferencia de los líderes totalitarios que provenían de la agitación revolucionaria o de la policía política del partido. No olvidemos la desconfianza congénita que Hitler y Stalin mostraban ante el ejército considerado como amenaza de «otro poder». A diferencia de ello, en el caso español es la alta jerarquía militar quien otorga a uno de sus generales el poder y mando únicos: el ejército hace dictador a un oficial primus inter pares que a diferencia de los movimientos totalitarios sigue anclado en el Estado-nación del que formaba parte.

Junto a ello, la segunda característica es que el nuevo régimen de Franco convivía con la iglesia católica que lo apoyaba, suponiendo así una «presencia limitadora» del mismo a juicio de Arendt. Como certeramente afirma nuestro autor, «el gobierno de la nación no podía dejar de contar con la Iglesia, pero no podía disponer de ella a su completo arbitrio.» Para Arendt, en efecto, esa alianza entre la espada y el altar al cabo de la Guerra Civil libraba a la dictadura de la «tentación totalitaria» lo que explica que fueran posible durante su existencia un cuerpo jurídico con un tipo de leyes ciudadanas impensables en un escenario totalitario y la posibilidad de unas vidas privadas e individuales al margen de un poder que, a pesar de su tamaño, no llegaba a ser todopoderoso por la restricción de la existencia de una entidad eclesiástica, a la que también pertenecía como fiel el propio dictador. Así pues, para nuestra pensadora tachar de totalitario al régimen vencedor que consistía en una dictadura militar conservadora-católica resultaba un error conceptual, lo que da cuenta en aquellas décadas en que lo señala de su independencia de juicio, voluntad de comprender e insobornable pretensión de verdad. Y de la frivolidad con que se usa también hoy el concepto de totalitarismo, vaciándolo de contenido específico.

Cincuenta años después de su muerte en Manhattan podemos preguntarnos qué nos diría hoy aquella mujer de ojos profundos, personalidad indómita y fina inteligencia. También los nuestros son tiempos inciertos donde asistimos confusos a otros acontecimientos políticos que exigen ser comprendidos. Y en los que hoy como ayer podemos encontrar luz entre sus libros como candiles necesarios y esclarecedores, en medio de tanta niebla entre nosotros.

  • Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Gestión de Recursos Humanos. Universidad de Alcalá de Henares
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