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25 de abril de 2024

Échale un galgoRicardo Morales Jiménez

Precarios contentos

Ahora que nos peleamos por la conquista del género neutro como máxima expansión de la libertad y del progreso civilizatorio, a 3.000 kilómetros de distancia nos recuerdan lo crudo, prosaico y real de pelear por tierra quemada

Actualizada 09:42

Al fondo, junto a la piscina, entre el ruido del chapoteo y los silbatos del socorrista, había una batalla de gallos. Con una base de autotune, diez preadolescentes, divididos en dos bandos, con el pecho descubierto y las toallas anudadas a la cabeza, pretendiendo emular a las capuchas de Arkano o Eminem, se iban lanzando versos para desarticularse. Cada uno contaba con veinte segundos para enarbolar una ristra de improperios que dejasen al otro por los suelos. El juez de la justa dialéctica, aquel que mejor conocía la mecánica pero que menos talento tenía para la disputa, medía el tiempo.
Después de unos cuantos envites y cuando un balón se puso a rodar sobre el alquitrán vaporoso de la pista de fútbol recién improvisada, dejaron la música a un lado y se pusieron a dar patadas. Todos salvo uno, que no era otro que el más mayor, el juez, el del poco talento.
–¿Por qué no juegas?
–Quiero seguir practicando.
Después de fallar con epítetos, metáforas, onomatopeyas y metonimias mal encajadas en poesías arrítmicas y descontextualizadas, el chico se sentó en el banco, derrengado.
–¿Qué te gustaría ser en unos años?
–Cantante de rap o youtuber.
Hay una edad indeterminada en el que todo hombre y toda mujer se enfrenta al abismo de su propia limitación. Hay un momento en el que la máxima del esfuerzo, el trabajo voluntarioso, el afán de superación –tan en boga en los anuncios de los traders luzbelinos que prometen jugosos retornos con inversiones mínimas; de los curanderos de saldo venidos de Punta Cometa– solamente son quimeras sobre las que se cimienta la frustración ilusionada, la más peligrosa de las psicopatologías modernas.
Sin el consejo del más aventajado, sin las orientaciones pertinentes del que esté dispuesto a asumir el rol de maestro en un momento crucial de la vida, el ilusionista frustrado puede empujar hasta la extenuación su fracaso para formularse la aciaga pregunta: «¿Por qué no me va bien en aquello a lo que tanto tiempo y pasión dedico?», y seguir tirando de los bueyes de la locura hasta sangrar. Estos sujetos, carne de Prozac y sintéticos mal cortados, de actualizaciones diarias en redes sociales, de silencios herméticos con los cascos a todo volumen en sus viajes por el metro, son los que engrosan las listas del SEPE, sustentan toda clase de sucedáneos ideológicos y mantienen a flote a toda una armada de plataformas de entretenimiento –que no de ocio– dispuestos a anegar cualquier rastro de libertad o sano discernimiento a través de la nuguetizacion del tiempo. Mi vida por una cuenta premium que destierre el silencio; por un rider que me suba a casa la hamburguesa de la franquicia de la esquina.
Los ilusionistas frustrados, cuando un cumulo de causalidades los lleva a, remotamente, tener que desempeñarse en algo parecido a lo que recordaban como su vocación temprana, evolucionan a esa nueva clase social que ha pergeñado el fracaso de la ilustración barbárica: los precarios contentos. Hombres y mujeres que fluyen sus identidades al son de los timbales y descuentos de Groupon. Hombres y mujeres que apuestan todo a las 12 horas de trabajo mileurista con la esperanza de adoptar un perro cojo. Hombres y mujeres a los que le da menos miedo una malaria sin antídoto, una venérea en los arrabales de Tailandia durante el `caprichito´ del verano, que un preservativo caducado o una pareja que quiera formar una familia.
Ahora que nos peleamos por la conquista del género neutro como máxima expansión de la libertad y del progreso civilizatorio, a 3.000 kilómetros de distancia nos recuerdan lo crudo, prosaico y real que es despedazar la carne por un puñado de tierra quemada. Mientras nosotros nos llenamos la sesera de consignas de parvulitos, hermanos de sangre se revientan a bombazos para ganar una hectárea de escombros. En esta tesitura, cabe preguntarle a los plutócratas que favorecieron este absurdo, a los precarios contentos que lo sustentan y a los ilusionistas frustrados que empuñan la cobardía si esta situación no se asemeja a la descrita cíclicamente en cada manual de historia, en cada obra artística que se precie, al pie de la letra. Y si los hechos nos están interpelando para hacernos youtubers, raperos o panaderos en tiempos de inflación para el trigo.
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