Jesucristo, Rey del Universo
Muchos esperan de Dios el estilo de poder del mundo: eficacia, rapidez, demostración, éxito visible
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, nos recuerda algo que la Iglesia nunca ha querido ocultar: el trono de Cristo no es un palacio, ni un sillón de poder, ni un símbolo de dominio humano. El trono de Cristo es la Cruz. Ahí, donde cualquier poderoso habría visto un fracaso, Él reveló la autoridad definitiva del amor. El mundo admira la fuerza que somete, pero Dios muestra la fuerza que sostiene, que salva y que no abandona.
La cruz es el lugar donde se desvela quién es Dios y quién es el hombre. En el sufrimiento, el nuestro y el suyo, se transparenta nuestra verdad: somos limitados, vulnerables, necesitados. Justo ahí, cuando las fuerzas flaquean y los recursos se agotan, aparece el poder de Cristo. No un poder que domina, sino un poder que acompaña. No un poder que impone, sino un poder que se entrega. La cruz es el lugar del Rey que reconcilia la historia entera tomando sobre sí nuestras heridas.
Hoy, más que nunca, vivimos en una sociedad que quiere soluciones rápidas, calmantes, instantáneos para cada dolor, atajos espirituales que eviten la madurez interior. Pero solo el que no se rebela contra su fragilidad y acepta atravesar la noche sin exigir respuestas inmediatas, puede encontrarse con el Dios que habita el centro del dolor. Cristo no promete una vida sin quebrantos. Promete una presencia que no falla, incluso cuando no sentimos nada. Él no elimina la prueba; Él permanece en ella. Ese es su modo de reinar.
Muchos esperan de Dios el estilo de poder del mundo: eficacia, rapidez, demostración, éxito visible. Y, sin embargo, el poder de Cristo es superior a cualquier fuerza militar, política o económica. Es la fuerza del amor que resiste hasta el extremo, que no se corrompe, que no se compra ni se vende. Un poder que no necesita humillar para ser grande, ni aplastar para imponer respeto. Es el poder que no se derrumba porque no depende del aplauso, ni del voto, ni del miedo.
En la cruz, Cristo reina sin imponerse. Reúne, perdona, abre caminos. Desde ese trono humillado se entiende toda su vida: un Rey que lava los pies, que busca al perdido, que carga con la culpa ajena, que devuelve dignidad a quien la había perdido. Frente a la arrogancia del poder humano, Él ofrece la mansedumbre que sana, la paciencia que salva y la misericordia que transforma.
Celebrar a Cristo Rey es reconocer que ninguna fuerza del mundo puede dar lo que da su amor. Es volver a poner el corazón en su sitio y recordar que la victoria del cristiano no es la del éxito exterior, sino la del amor fiel que atraviesa la cruz sin soltarse de Dios. Ahí reina Cristo. Y ahí, si lo dejamos, reinaremos con Él.