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mañana es domingoJesús Higueras

«El que se humilla será enaltecido»

Humillarse no significa despreciarse, sino reconocerse en la verdad, sin máscaras ni falsas seguridades. Solo el que acepta su pequeñez puede ser levantado por Dios

Las palabras de Jesús «el que se humilla será enaltecido» resumen una de las verdades más hondas del Evangelio. No es una frase para las personas apocadas ni una invitación a la pasividad. Es una revelación sobre cómo funciona el corazón de Dios y, por tanto, sobre cómo se ordena la vida humana cuando se mira desde la verdad. Humillarse no significa despreciarse, sino reconocerse en la verdad, sin máscaras ni falsas seguridades. Solo el que acepta su pequeñez puede ser levantado por Dios.

El creyente sabe que todo lo bueno que hay en su vida es un don recibido. La inteligencia, la salud, los talentos, las oportunidades, incluso la fe misma, no son fruto del mérito personal, sino del amor gratuito de Dios. Esa conciencia de don libera del orgullo y de la comparación constante con los demás. No hay nada más humano que reconocer que dependemos de Otro. La gratitud, el reconocimiento que por nosotros mismos no valemos nada, es la raíz de la verdadera humildad, y la humildad es el terreno fértil donde crece la gracia.

Por eso, creerse superior a los demás, especialmente por temas religiosos, es un error grave, pues manifiesta una gran soberbia. No conocemos la historia de cada persona ni las luchas que libra en su interior. Desde fuera juzgamos apariencias, pero solo Dios ve el corazón. En el fondo, compararse con los demás es olvidar quién es el verdadero juez. Cada ser humano lleva dentro un misterio, a veces desconocido, que no nos pertenece. La soberbia nace cuando alguien olvida que no es el autor de su propia bondad. De ahí que el Evangelio insista tanto en mirar primero la viga en el propio ojo antes de señalar la paja en el ajeno.

Ante Dios, solo el que se sabe pobre y pecador puede recibir la misericordia. No porque Dios desprecie al fuerte, sino porque el que se cree autosuficiente no deja espacio a la gracia. La oración del publicano en el templo —«Ten compasión de mí, que soy un pecador»— es la que abre el corazón de Dios. La de quien se presenta con suficiencia y juicio hacia los demás, lo cierra. El amor divino no se conquista, se acoge. No se merece, se acepta con la clara conciencia que ante Él no tenemos derechos, siempre deudas.

Jesús no promete el enaltecimiento inmediato, sino el definitivo. La verdadera elevación no consiste en triunfar o recibir aplausos, sino en participar de la vida de Dios. La humillación del creyente es la puerta de su libertad. Quien se deja mirar por Dios desde su pequeñez descubre la fuente de toda dignidad: saberse amado sin merecerlo.

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