Santa Rita de Casia por Giovanni Guida
¿Por qué santa Rita es considerada la «abogada de las causas perdidas»?
Su capacidad para perdonar y su entrega absoluta a la Providencia la convirtieron en un referente para aquellos que enfrentan lo imposible
Cada 22 de mayo, miles de fieles en todo el mundo acuden a iglesias y capillas con una rosa en la mano. Piden por lo que parece imposible: la curación de un enfermo, la salvación de un matrimonio roto o incluso la paz interior. Todas esas súplicas tienen un mismo destino: santa Rita de Casia, conocida como la «abogada de las causas perdidas».
Pero ¿de dónde viene esta fama? ¿Qué hizo que una mujer nacida en el siglo XIV se convirtiera en la patrona de quienes ya no tienen esperanzas? Rita nació como Margarita Lotti hacia 1380, en la aldea de Roccaporena, cerca de Casia, en Italia. Hija de campesinos, creció en un entorno sencillo pero profundamente marcado por la fe.
Desde pequeña estuvo en contacto con la comunidad agustiniana, que le brindó una formación religiosa sólida. Su devoción se centró especialmente en san Juan Bautista, san Agustín y san Nicolás de Tolentino, figuras que moldearon su espiritualidad desde los primeros años.
Una vida familiar atravesada por la violencia
A los 16 años se casó con Paolo Manzini, un hombre vinculado a los enfrentamientos políticos de la época. La convivencia no fue fácil, pero Rita logró transformar el carácter violento de su marido y contribuir decisivamente a su conversión. Tuvieron dos hijos varones y, durante un tiempo, vivieron en paz.
Pero esa tranquilidad se rompió cuando Paolo fue asesinado en el marco de las luchas entre rivales. Pese al dolor, Rita perdonó a los asesinos. Sin embargo, poco después, descubrió que sus hijos planeaban vengar la muerte del padre. Ante ello, rezó con una radical sinceridad: prefería perderlos antes que verlos pecar. Ambos enfermaron gravemente y murieron siendo aún jóvenes.
El ingreso al convento y la entrega definitiva
Tras quedar sola, Rita pidió ingresar al convento agustino de Casia. Su solicitud fue rechazada en un primer momento por haber estado casada y por su pasado familiar conflictivo. Pero su insistencia no fue fruto de una huida ni de una derrota, sino de una decisión de entrega a Dios en respuesta al sufrimiento del mundo.
Invocó a sus tres santos protectores —Juan Bautista, Agustín y Nicolás de Tolentino— y, finalmente, logró ser admitida. Una vez dentro, comenzó la última y más silenciosa etapa de su vida, pero también la más profunda. Se distinguió por su humildad, por su obediencia sin reservas y por una fe capaz de esperar lo imposible.
Se cuenta que, como parte de su formación, la abadesa le encomendó la absurda tarea de regar a diario un tronco seco. Rita lo hizo durante años sin cuestionar, hasta que el leño floreció en una vid. Ese pequeño milagro doméstico resume su espiritualidad: paciencia, fidelidad y confianza.
Ya inmersa en la vida contemplativa, pidió a Dios participar en su Pasión. Poco después, apareció en su frente la herida de una espina, como las que coronaron a Jesús camino del Calvario. Aquella llaga abierta la acompañó los últimos 15 años de su vida. En esta última etapa de su vida, Rita se identificó plenamente con la voluntad de Dios. Encontró en la Eucaristía la fuente de su fortaleza, y en el dolor, un camino de purificación.
Un símbolo de esperanza cuando todo parece perdido
Durante el crudo invierno anterior a su muerte, le presentaron a Rita una rosa y dos higos que había florecido en el jardín de su infancia. Era enero, y parecía imposible. Para Rita, aquel gesto fue un signo de la bondad de Dios, una confirmación de que sus seres queridos —su marido y sus dos hijos— habían sido acogidos en el cielo. Rita murió poco después, en la noche del 21 al 22 de mayo de 1447. Su cuerpo nunca fue sepultado y hoy se conserva incorrupto, expuesto en una urna de cristal en el santuario de Casia.
Rita fue canonizada en 1900, pero su popularidad la precedía. Su vida reúne las dimensiones de esposa, madre, viuda y religiosa, todas atravesadas por el sufrimiento, pero también por una fe inquebrantable. Su capacidad para perdonar y su entrega absoluta a la Providencia la convirtieron en un referente para aquellos que enfrentan lo imposible.
Se la considera «abogada de las causas perdidas» porque no hubo herida —personal, familiar o espiritual— que no afrontara con abandono, oración y perseverancia. Porque cuando todo parecía cerrado, ella encontró una puerta abierta en la fe. Y porque su vida demostró que la gracia puede florecer incluso allí donde solo parecía haber leños secos.