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Cecilia y Enrique con sus cinco hijos sacerdotesAdveniat

«Si tú los quieres, son tuyos»: el matrimonio que ofreció sus cinco hijos a Dios y todos son ahora sacerdotes

En una ciudad de Argentina, Cecilia y Enrique Ansaldi vieron cómo una simple oración transformó para siempre la vida de su familia

«Si tú quieres todo lo que tengo, ellos son tuyos». Con esa sencilla oración, Cecilia Ansaldi ofreció a Dios lo que más amaba. No lo imaginaba entonces, pero aquella frase pronunciada en la intimidad de su corazón marcaría para siempre el destino de su familia.

En San Rafael, una ciudad del oeste argentino, Cecilia y su marido Enrique, médico de profesión, celebran más de 40 años de matrimonio. No buscaban notoriedad, pero su historia, recogida por Adveniat, ha despertado el interés de muchos: cinco de sus ocho hijos han elegido el sacerdocio. Cuatro ya ejercen como sacerdotes y el menor, monje benedictino, será ordenado en los próximos meses.

Tres hijos «les acompañan desde el Cielo»

Todo comenzó en Rosario, donde Enrique y Cecilia se conocieron en el movimiento juvenil Palestra. La fe fue el eje de su noviazgo, su matrimonio y su proyecto familiar. «Serían los que Dios quiera… ¡sí!», decían sobre los hijos. Y aunque tres murieron antes de nacer, Cecilia asegura que «nos acompañan desde el Cielo».

Un aspecto clave en la formación de sus hijos fue la decisión de Cecilia de dejar su trabajo como profesora para dedicarse por completo al hogar desde el nacimiento del primero. Solo volvió a ejercer cuando ya eran mayores, y lo hizo en el mismo colegio al que asistían, lo que le permitía acompañarlos de cerca.

Su prioridad era no delegar la educación de los hijos y, tal y como explica con convicción, lo volvería a hacer siempre. Junto a Enrique formaron un hogar cimentado en la fe, la oración diaria y la participación en la santa misa, pilares que sostuvieron a la familia.

La vida en casa de los Ansaldi no era distinta a la de cualquier otra familia numerosa: niños inquietos, travesuras y misas en las que costaba mantener el orden. Pero algo cambió después de sus primeras confesiones y comuniones. Los niños empezaron a interesarse por las cosas de Dios y a servir como monaguillos.

Antes de la carrera, la vocación

El punto de inflexión llegó de forma inesperada. El sacerdote de su parroquia animó durante la homilía de una misa a rezar por las vocaciones, y Cecilia, entonces madre de sólo dos niños, respondió en su interior con una fe sincera: «Si tú quieres todo lo que tengo, ellos son tuyos». Años después supo que su marido había dicho algo parecido en su propia oración: «Esto es lo que tenemos, es tuyo».

Ninguno lo comentó al otro hasta mucho después. Tampoco hablaron abiertamente con sus hijos sobre el sacerdocio, ni les sugirieron ese camino. Cecilia y Enrique entendían que la vocación no se impone. «Solamente quisimos mostrarles el camino de manera respetuosa para que hicieran libremente sus elecciones», explica Cecilia.

Enrique, por su parte, solía recordarles —como también hacía con sus alumnos— que antes de elegir una carrera, lo fundamental era discernir qué vocación quería Dios para cada uno: el matrimonio, la vida célibe o la vida consagrada. La decisión siempre quedó en manos de sus hijos, sin presiones ni insinuaciones.

La fecundidad de la libertad

Y así, poco a poco, cada uno de sus hijos descubrió su vocación por caminos distintos. El mayor, José, escuchó su llamada durante la Jornada Mundial de la Juventud en Italia en el año 2000. Hoy es párroco en el sur de Francia, en la Orden San Elías, fundado por dos sacerdotes argentinos, Federico Highton y Javier Olivera Ravasi. Por otra parte, Emmanuel ingresó al seminario menor a los 14 años y ahora cursa un doctorado en Arqueología Cristiana en Roma.

Javier decidió su camino a los 16, y desarrolla un apostolado con niños y jóvenes también en Francia. Gregorio, inicialmente atraído por la Medicina, cambió de rumbo tras un viaje misionero a Egipto. «¿Os molesta que no siga Medicina? Porque quiero ser sacerdote y estudiar aquí», les preguntó desde Egipto. Los padres le enviaron la respuesta a través de un correo electrónico: «Lo que Dios quiera, cuando Él quiera…».

El más joven, Joaquín —hoy Juan Diego—, encontró su lugar definitivo en la vida monástica benedictina. Pronto será ordenado sacerdote en la abadía Sainte-Madeleine du Barroux, en Francia, donde los padres descubrieron en la liturgia tradicional una fuente renovada de fervor.

«Los hijos no son nuestros»

Lejos de lamentarse por no tener nietos, Cecilia tiene una comprensión serena y profunda sobre la situación: «Los hijos no son nuestros, son un don de Dios. Lo mismo ocurre con los nietos. No tenemos derecho a tener nietos», afirma. Para ella, lo importante no es lo que falta, sino haber podido «cooperar con Dios con estos hijos y ahora de compartir sus vidas en este camino al Cielo».

Y aunque reconoce que en algún momento pueda surgir cierta nostalgia al pensar en el tema, vive con la certeza de que «Dios no se deja ganar en generosidad». «Dios es tan bueno que compensa esa falta con gracias sobreabundantes. Y aunque no hubiese una compensación, lo más importante es recordar que los hijos no son nuestros, son de Dios», asevera.

Un mensaje a los padres

Para quienes sienten miedo ante la posibilidad de que sus hijos elijan el camino del sacerdocio, Cecilia habla con claridad: «¿Quiénes somos nosotros como padres para ser un obstáculo en esa vocación? [...] Dios nos confió a los hijos en su infinita misericordia y su infinito amor para que nosotros cooperemos en esta obra creadora y les enseñemos el camino al cielo».

En una sociedad que suele medir el éxito familiar en términos de herencia, carreras o apellidos, la historia de los Ansaldi interpela desde otro ángulo. Su fecundidad se refleja en las vocaciones de sus hijos, en la fidelidad sostenida a lo largo del tiempo y en una vida de entrega. En cada misa que celebran sus hijos, encuentran una forma de comunión más profunda con Cristo.

¿Y cómo se siente Cecilia ante todo esto? «Muy feliz, a veces demasiado… Más allá de que no es una vida color de rosa y Dios no nos ahorra el dolor, Él nos ama tanto… en cada santa misa sobremanera», resume con serenidad.

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