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Abecedario filosóficoGregorio Luri

Conócete a ti mismo

¿Y si en nuestra particular relación con ese fondo desconocido de nosotros mismos se hallara nuestra identidad?

Actualizada 04:30

«Conócete a ti mismo» fue la inscripción que los antiguos griegos escribieron sobre el umbral del templo de Apolo –el dios de la sabiduría–nen Delfos. Al escribirlo reconocieron que no es esta una tarea fácil. Somos más opacos para nosotros mismos de lo que espontáneamente creemos.

Cuenta Diego de Saavedra Fajardo en su «República literaria» que unos pescadores griegos sacaron del mar un trípode de oro enredado en sus redes que era tan bello que solo podía obra de Vulcano. Consultaron al oráculo de Delfos qué hacer con él y este les respondió que debían entregárselo al más sabio. Para los pescadores no había hombre más sabio que Tales de Mileto y a él se lo dieron. Pero Tales se lo entregó a otro «y éste al otro, hasta que llegó a Solón, que lo ofreció al mismo oráculo, diciendo que se debía a Dios en quien solamente se hallaba la verdadera sabiduría: acción que pudiera desengañar la presunción y arrogancia de muchos».

Este mismo autor nos dice que Diógenes el Cínico llevaba «un espejo de propio conocimiento, donde se representaban al vivo los vicios y virtudes de quien se miraba en él». Recorría las calles «convidando a los ciudadanos a tal conocimiento», pero no encontró a nadie que se atreviese a enfrentarse con su verdadera imagen. Saavedra Fajardo concluye que Dios, «con particular providencia,» había creado «de tal suerte al hombre que no pudiese ver» su propio rostro, «porque si lo tuviese hermoso no viviese a todas horas desvanecido y enamorado de sí mismo, y si feo, no se aborreciese; así también le había dificultado el conocimiento de sus propios yerros y faltas, y principalmente las del entendimiento». Al ignorar nuestros defectos, una misma felicidad nos iguala a todos. Todos estamos satisfechos con nosotros mismos, «sin haber quien ceda al otro en las calidades del ánimo».

Platón, Filebo: Cuando no nos conocemos a nosotros mismos hacemos el ridículo, porque padecemos un vicio en nuestra alma que nos provoca opiniones falsas sobre nuestro propio valor: creemos ser más ricos de lo que somos, más bellos o más fuertes, o más virtuosos de lo que realmente somos.

En el Alcibíades I Sócrates se pregunta cómo conocer a ese «ti mismo» que, según el oráculo délfico, debemos conocer. Nos responde con esta pregunta: «¿No te has dado cuenta de que cuando miramos al ojo de alguien que tenemos delante, nuestro rostro se refleja en su pupila como en un espejo?» Si un ojo quiere verse a sí mismo, necesita encontrar su reflejo en una superficie reflectante, y la mejor es la del ojo del otro. De la misma manera, el alma que quiera conocerse a sí misma ha de mirar hacia otra alma y, en esta alma, a la parte donde reside su excelencia propia. Siguiendo este consejo, Sócrates distingue entre el conocimiento de «nosotros mismos» (hemâs autoùs), de «lo nuestro» (tà hêmétera) y «lo que se refiere a lo que es nuestro» (tà tôn hêmetérôn), dibujando tres dominios del yo que apuntan a tres tipos diferentes de hombre: el político, el catárquico y el teórico.

Esto es lo que pensaba de Sócrates el general ateniense Nicias: «Si te encuentras frente a él en una discusión, prepárate, en cuanto empiece el diálogo, a verte arrastrado por su trama y a tener que dar cuenta de ti mismo y de tu modo de vida presente y pasado. Una vez mordido el anzuelo, Sócrates no te soltará hasta que no hayas dado cuenta de todo» (Laques).

San Agustín, Confesiones: «¿Qué es, pues, Dios mío, lo que yo soy? ¿Cuál es mi verdadera naturaleza?» Somos «un ser viviente que toma innumerables formas, sin limitaciones», de tal manera que, aunque «nadie es conocido por otro mejor que por sí mismo, nadie se conoce tan bien a sí mismo que pueda estar seguro de su conducta de mañana».

Tomás de Aquino: «Nuestro espíritu no puede conocerse a sí mismo de modo inmediato. Solamente a través del conocimiento de las cosas es como llega a conocerse a sí mismo.»

En una de sus cartas, el abad cisterciense Bernardo de Claraval describe a Pedro Abelardo –el de Eloísa– como un hombre diferente de sí mismo: «homo sibi dissimilis».

Erasmo: «Nadie presuma tanto de sí mismo que diga conocerse lo suficiente» (Enquiridión)

Rousseau: «Rêveries du promeneur soliaire»: «Decidí dedicar el paseo del día siguiente a examinarme sobre la mentira, y acabé por confirmarme la idea que ya tenía de que el Conócete a ti mismo de templo de Delfos no es una máxima tan fácil de seguir como había creído en mis Confesiones.»

Henri-Frédéric Amiel, Diario íntimo, 18-XI-1872: «En cuanto a mí, he perdido la llave de mí mismo.»

El actor Peter Sellers: «Si me pidieran que me interpretara a mí mismo no sabría quién soy».

Andreu Jaume: «Los hombres nunca han sabido menos de sí mismos que en esta era de la psicología». «Pasiones mitológicas», en Letra Global, 18-5-2021.

¿Y si en nuestra particular relación con ese fondo desconocido de nosotros mismos se hallara nuestra identidad?

Somos almas abiertas, sin filtros, y, como a nuestras sociedades, nada nos colma. Nuestra forma no depende tanto de nuestro contenido, como de nuestra hambre.

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