En un alto número de sociedades de todo el mundo se considera que la vejez comienza a partir de los 65 años, puesto que esta es la edad de jubilación habitual en muchos sistemas de seguridad social.
Aunque este umbral varía en función del país y sus rasgos socioculturales –algunos lo fijan antes y otros después–, lo cierto es que la ancianidad no depende solamente de la edad cronológica, sino de cambios asociados a una merma en salud y de la capacidad física y mental de la persona, entre otros factores.
Por esta razón, y teniendo en cuenta las particularidades que diferencian a cada individuo, un estudio llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Stanford se propuso diferenciar las distintas etapas de la vida del ser humano en base a criterios biológicos.
Para ello, realizó un análisis sanguíneo de 4.263 donantes de entre 18 y 95 años y concluyeron que, a medida que los individuos se hacen mayores, las proteínas pasan de ser constantes a ir disminuyendo lentamente, hasta el punto de dejar de producirse debido a una baja capacidad de reparación del ADN. Esto implica, en definitiva, una mayor vulnerabilidad a los efectos del envejecimiento en varios órganos del cuerpo.
Con los datos en la mano, los investigadores distinguieron tres etapas:
- Primera etapa: va de los 34 a los 60 años y los cambios biológicos son más leves. Es lo que se conoce como edad adulta.
- Segunda etapa: de los 60 a los 78 años, se considera a este periodo como madurez tardía y está marcada por una mayor aparición de señales de envejecimiento.
- Tercera etapa: a partir de los 78 es cuando los investigadores consideran que se entra de lleno en la vejez como tal y cuando los cambios físicos y psicológicos se vuelven más pronunciados. En concreto, algunos de los problemas que aparecen en esa etapa son: disminución del metabolismo, debilitamiento óseo, pérdida de memoria, deterioro de la visión y audición, disminución de la masa muscular, modificación de los patrones del sueño y aparición de arrugas y manchas en la piel.
Por último, el estudio constató que, a partir de los 95 años, los niveles de ciertas proteínas en el plasma sanguíneo muestran cambios sustanciales que reflejan un proceso de envejecimiento acelerado.