La cineasta alemana Leni Riefenstahl
El Debate de las ideas
Hay que condenar a Leni Riefenstahl
La cineasta que rodó las celebradas El triunfo de la voluntad y Olimpiada, por encargo de Adolf Hitler, fue absuelta como nazi en dos procesos distintos, pero no ha dejado de ser perseguida por parte de esa izquierda que no está dispuesta a separar entre política y arte
Si hay algo que diferencia de forma sustancial a la izquierda socioliberal de la actual izquierda woke es la política de la cancelación. Y si hay una figura que encarna ese debate en el mundo del cine, esa es la cineasta alemana Leni Riefenstahl, autora de dos documentales muy celebrados, y pioneros en muchos sentidos, que realizó por encargo de Adolf Hitler.
El caso Riefenstahl es digno de análisis. La realizadora compartió el entusiasmo de la mayoría del pueblo alemán por el autor de Mi lucha –obra muy difícil de encontrar hoy, de cuya publicación se cumple ahora un siglo– y lo retrató en su momento de máximo apogeo popular en El triunfo de la voluntad. Son innegables las fotos y filmaciones que muestran la proximidad entre ambas figuras, y Hitler le otorgó a la cineasta un gran margen de libertad por la admiración que sentía hacia sus trabajos previos, sobre todo La luz azul.
Esa proximidad es innegable, pero conviene no olvidar que el Congreso de Nuremberg que Leni filma se celebró en el año 1934, en un momento en el que, más allá de la retórica de mesiánica del líder, nada hacía pensar que cinco años después estallaría la sangría de muertes de la II Guerra Mundial. De hecho, en sus discursos de Nuremberg, Hitler les pide a los jóvenes que sean defensores de la paz, lo cual suena cínico si sabemos que el país estaba reforzado su poder militar a marchas forzadas. Ya entonces el Gobierno alemán había tomado medidas contra los judíos, pero, de nuevo, nadie podía imaginar que años después serían fría y tecnológicamente aniquilados de forma sistemática y masiva en unas cámaras de gas que se ocultaron al pueblo alemán.
Hoy, para nosotros, todo está unido en la misma historia. Pero lo que los alemanes apreciaban en 1934 es que el Führer había acabado con el paro gracias a una eficaz política económica, y que había recuperado la dignidad de un país que se sintió humillado por los tratado de paz de Versalles.
Leni Riefenstahl, en la sala de montaje
«Hitler tenía un gran magnetismo. Quizás sea peligroso decirlo ahora», reconoció Riefenstahl. Ella misma recuerda que, cuando escuchó al dirigente alemán en la Conferencia de Berlín, le invadió una sensación muy particular. «Tenía temblores por todo el cuerpo y sudores calientes. Estaba como capturada por una fuerza magnética».
Hoy es muy difícil entender ese poder de fascinación, seguramente porque conocemos la destrucción y crueldad que vinieron después, pero la película de Riefenstahl nos da algunas claves de comprensión. Hitler apeló al sentido de pertenencia de los alemanes, los presentó como parte de algo más grande que ellos mismos, la nación alemana, en la que perdurarían incluso después de muertos: un mensaje de resonancias religiosas. Pero, además, frente a la sensación de derrota que habían padecido en las dos últimas décadas, les ofrecía ser dueños de su destino, y les pedía capacidad de sacrificio y templanza personal para conseguirlo. En medio de la desolación, alguien les proporcionaba un sentido y un propósito, incluida la aspiración a una perfección personal de raíz pagana que se traducía en el culto al cuerpo. También les aportó una ambición de conquista que se evidenció al fin desbocada e insensata. Y muy poco consistente, pues no tenía claro dónde estaba la raíz del mal de ser judío: a veces perseguía a una religión y en otras ocasiones, a una raza.
«Muchas personas sólo experimentaban el régimen desde una perspectiva positiva. Cuando se descubrieron los horrores fue una gran decepción que dejó heridas de las que todavía no nos hemos recuperado», reconoció Riefenstahl, que falleció en el año 2003, tras más de un siglo de vida.
El triunfo de la voluntad muestra, por encima de todo, esa gratitud y admiración que, en ese momento de 1934, el pueblo alemán tenía hacia su dirigente. Con el aderezo de una muy peligrosa identificación entre el líder y el pueblo, entre Hitler y Alemania. Por razones que sólo el contexto histórico permite entender, esa envenenada retórica fue recibida con gran naturalidad por la mayoría. A fin de cuentas, cómo no confiar en quien les había devuelto la dignidad. Sólo unos pocos vieron lo que escondía el huevo de la serpiente.
Leni Riefenstahl
La paradoja que rodea a Leni Riefenstahl puede resumirse de este modo: pese a que su documental sobre Hitler era una innegable exaltación –y toda la escenografía del Congreso de Nuremberg había sido pensada para las cámaras y el impacto visual– la película fue galardonada en la Francia izquierdista del Frente Popular y celebrada por Stalin. En ambos casos fue posible separar el contenido de las formas; la escenificación política, de la innegable capacidad artística y potencia visual de la realizadora alemana, y su hábil manejo del montaje.
Todo cambió tras la derrota alemana en la segunda Gran Guerra y tras el descubrimiento de los horrores del Holocausto. Riefenstahl fue sometida a dos procesos para valorar su implicación con el régimen de Hitler que concluyeron con su absolución. La realizadora compartió el afecto de tantos otros por el dirigente, pero no era nazi, ni había pertenecido nunca al Partido Nacional Socialista.
Sin embargo, esta absolución nunca llegó a ser del todo efectiva en la vida real. Allá donde se reclamaba su presencia, era inevitable que Leni fuera preguntada por su cercanía con los dirigentes nazis, e incluso se sugería que, debido a ella, debía ser conocedora de los horrores.
A la vista de este acoso permanente, la realizadora reelaboró su biografía para intentar desprenderse lo más posible de la más mínima sombra de sospecha. Lo que la llevó a una asepsia difícilmente creíble. Por ejemplo, cuando se le preguntaba por algunas metáforas e imágenes visuales de su película, que sugerían que Hitler estaba tocado por el sol, como si fuera una especie de figura divina, ella lo negaba todo. Rechazaba cualquier afán de exaltación de la figura del Führer, cualquier símbolo o metáfora: todo debía ser visto como una aséptica y fría descripción de la realidad. Pero con ello renegaba del corazón mismo de su creatividad artística.
Hemos dicho que si algo diferencia a la izquierda socioliberal de la izquierda woke es la aspiración de esta última a un integrismo justiciero que admite pocos matices. En la España de los años 80 y 90 las dos principales figuras de la crítica cinematográfica progresista, Román Gubern y Ángel Fernández Santos, eran decididos defensores de Riefenstahl. Porque eran decididos partidarios de separar arte y política y valorar las formas por sí mismas, al margen del contenido.
Gubern lo explica: «Leni plantea el problema de la autonomía del arte. Hoy hay unanimidad en diferenciar la ideología, que puede ser perversa, de la excelencia estética de la obra. Los aficionados al cine ya lo sabían, porque una de las primeras obras maestras del cine, El nacimiento de una nación, es un panfleto racista y seguirá figurando en el panteón» del séptimo arte. Esto era así en el año 2006, cuando Román Gubern elaboró su semblanza sobre la cineasta alemana. Pero, poco después, tal unanimidad se quebraría en favor de un espíritu justiciero más empeñado en juzgar que en valorar.
La expresión más reciente de ese espíritu la representa el documental Riefenstahl, de Andrés Veiel. Parapetado en una narrativa aséptica, sin voz de narrador, la película se presenta, de facto, como una película de intriga, como la investigación en torno a la ‘verdad’ de la cineasta. Veiel somete a escrutino su versión de los hechos apoyándose en documentos poco conocidos, en lo que es un proceso de desvelamiento que aspira a dictar una definitiva sentencia.
Pese a la asepsia, podemos intuir la proximidad ideológica de Veiel con el wokismo en dos aspectos, que son dos exclusiones. La primera: al realizador no le preocupa profundizar en la creatividad artística de la cineasta, aspecto crucial de su figura que toca apenas de rondón, y apoyándose más en Olimpiada que en El triunfo de la voluntad. La segunda: aunque todo gira en torno a la mayor o menor implicación de Riefenstahl con el nazismo, a Veiel no le interesa comprender la fascinación que despertó en el pueblo alemán. Ni trata este crucial asunto, ni permite que las imágenes de la realizadora puedan aportar alguna clave de comprensión. Todo apunta a que hay una condena previa categórica que no se esfuerza en diferenciar momentos.
El objetivo del reciente documental de Veiel –que puede verse en Filmin– es construir un ‘caso’ que busca una condena. Hay que decir, sin embargo, que no lo logra. Aunque, por el camino, sí consigue desmontar algunas mentiras y embellecimientos construidos por la cineasta. Pero la cuestión clave para la condena es: ¿era conocedora Leni Riefenstahl de las atrocidades nazis, dada su cercanía a los dirigentes, o era tan ignorante como la mayoría del país?
Veiel aporta dos acusaciones en favor de su tesis de la culpabilidad. La primera, el testimonio de algunas personas que aseguran que Riefenstahl presenció en la campaña de Polonia el asesinato de 22 judíos, cosa que ella niega. Al margen de que se trata de un testimonio particular, conviene tener en cuenta dos hechos relevantes: el primero, que las ejecuciones (incluso si las hubiera visto la cineasta) se produjeron en un contexto de conquista militar. Y el segundo, que la experiencia bélica desagradó a Riefenstahl hasta el punto de renunciar a filmar el documental sobre la campaña polaca que le había encargado Hitler. Apenas una semana duró en el frente antes de abandonar. Este dato, que Veiel aporta en su documental, pero sin extraer conclusiones, apunta a que las ejecuciones, si las presenció, no fueron bien recibidas por su ánimo de artista, más empeñado en la búsqueda de la belleza que en el ejercicio de la violencia.
«Lo contrario de la política es el arte: explorar cosas y tener que penetrar una capa más profunda. La vida de artista es ferviente, intensa y apasionada. No hay lugar para interesarse en los problemas del mundo real», declaró la cineasta. Las imágenes la muestran exactamente así, con una mirada intensa, entusiasmada, pero tan absorta en su mundo que perfectamente podía ignorar lo que ocurría a su alrededor.
La segunda acusación, más endeble aún, nos muestra a la cineasta utilizando a algunos niños gitanos para la que sería su última película, Tierra Baja; unos niños gitanos que habrían sido sacados de un campo de concentración. No es posible saber con certeza si Leni era consciente de esta circunstancia, pero lo que es obvio, porque la propia película lo muestra, es la cercanía y simpatía que muestra hacia esos niños tan ingeniosos y llenos de vida. Muchos de ellos, años después, terminaron muriendo en los hornos crematorios.
Riefenstahl, la película de Veiel, nos muestra algo que en realidad ya sabíamos: Leni estuvo más próxima al poder nazi de lo que, tras la derrota alemana, ella quiso reconocer, por razones de supervivencia personal. Pero si su propósito era dictar sentencia condenatoria respecto de su complicidad con los crímenes nazis, no aporta elementos de cargo suficientes y debe prevalecer la presunción de inocencia.