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Cubierta de 'Cuerdas'

Detalle de cubierta de 'Cuerdas'Nocturna

‘Cuerdas’: el arte de la supervivencia

Una de las voces más penetrantes que aborda magistralmente el trauma colectivo del terrorismo

Hay libros que llegan en el momento preciso, como si tuvieran un sentido de la oportunidad que ni siquiera intuimos. Cuerdas es uno de ellos. En estos tiempos de polarización y dogmatismo, Luisa Etxenike ha entendido que la literatura no está para dar lecciones sino para indagar en la condición humana. En lo que compartimos todos, incluso en lo que no queremos mostrar.

Cubierta de 'Cuerdas'

Nocturna (2025). 216 páginas

Cuerdas

Luisa Etxenike

Etxenike, donostiarra nacida en 1957 y licenciada en Derecho, pertenece a esa generación de escritores vascos que vivieron en primera persona los años del plomo. Su obra narrativa, iniciada en los noventa, ha funcionado siempre como un sismógrafo de las tensiones de su tiempo. Libros como Absoluta presencia, El ángulo ciego o Aves del paraíso la consagraron como una de las voces más penetrantes para abordar el trauma colectivo del terrorismo.

Siguiendo la poética que la autora ha perfeccionado durante décadas, en Cuerdas no hay protagonistas en el sentido clásico: hay seres humanos que se necesitan mutuamente para completar lo que les falta, para agudizar los sentidos que han perdido o que nunca tuvieron del todo desarrollados. Para conseguirlo crean una red de conexiones, aparentemente casual pero cuidadosamente orquestada, que permite que las tres historias confluyan en una reflexión coral sobre la supervivencia, la identidad y los vínculos humanos.

Como en toda la obra de Etxenike, asistimos aquí a esa «épica de la cotidianidad» que caracteriza su narrativa. La transformación no llega a través de grandes gestos heroicos, sino en esos momentos «entre», en los desplazamientos de la centralidad donde, como dice la autora, «ocurre lo importante». Es en la periferia –un club de prostitutas, un taller de luthier, una casa de acogida– donde se fraguan las verdaderas transformaciones interiores.

La comparación de las cuerdas de guitarra con los vínculos humanos se desarrolla con esa organicidad que solo alcanzan los escritores que, como Etxenike, entienden que la metáfora debe surgir del propio material narrativo. Así como las cuerdas pueden estar unidas sin compartir afinación y creando armonía en la diferencia, los personajes encuentran formas de conexión que trascienden sus circunstancias. Esta no es literatura de ideas disfrazada de novela, sino exploración genuina de «el alma humana».

El tratamiento del trauma merece mención aparte y conecta directamente con esa literatura «antideterminista» que reivindica la autora. No hay aquí esa pornografía del dolor tan habitual en cierta narrativa contemporánea, sino una exploración sutil de cómo el sufrimiento puede convertirse en motor de transformación. La pérdida de la mano de Paulo funciona como metáfora perfecta: el músico que ya no puede tocar pero sí crear instrumentos para que otros toquen. La destrucción es así el génesis de algo nuevo, el silencio que funciona como preámbulo de una música diferente.

Siguiendo la reflexión de Etxenike sobre sus personajes víctimas del terrorismo, aquí también encontramos seres que se niegan a quedar encerrados «en una condición y en una definición única de sí mismos». Jon, Linda y Paulo han sufrido violencias diferentes, pero todos comparten esa «rebeldía» característica del universo etxenikiano, que parece afirmar: no me puedo quedar aquí, voy a luchar por ser sujeto de mi propia vida.

Técnicamente, la novela funciona con la solidez de quien lleva décadas perfeccionando un estilo reconocible. Etxenike domina la elipsis con la naturalidad de quien entiende que la frase necesita una caja de resonancia. Sus descripciones –el ambiente claustrofóbico del club de prostitutas, la luminosidad del taller de luthier, las calles de Oporto– siempre tienen función narrativa, nunca son ornamentales.

Se nota aquí la formación flaubertiana de la autora, esa búsqueda de «la palabra justa». El resultado es una prosa de precisión quirúrgica que va «detalle a detalle», como piezas de un puzzle que van encajando. No hay «pasillos» en esta novela: siguiendo la lección que Etxenike aprendió de maestros como Rulfo, todo son habitaciones principales, sólo aparecen escenas clave.

Lo que resulta especialmente notable en Cuerdas es su capacidad para mostrar esa zona pantanosa donde víctimas y verdugos intercambian papeles sin que nos demos cuenta. Etxenike parece querernos decir que nunca sabemos realmente quién tenemos enfrente. Los personajes se revelan por capas, desmintiendo nuestras primeras impresiones, mostrando la complejidad moral de unos seres humanos que rechazan las etiquetas fáciles. Cuerdas es, en el fondo, una novela sobre la supervivencia y la reinvención. Sobre cómo los seres humanos desarrollamos mecanismos para seguir adelante cuando todo parece perdido.

Esa profundidad emocional que caracteriza la obra de Etxenike surge aquí de lo que ella llama la intelectualización del mundo interior. Los debates internos de los personajes conectan lo afectivo con lo intelectual y con lo moral, impidiendo así la caída en el sentimentalismo. Es una intimidad que se construye desde la responsabilidad hacia el otro, desde esa convicción de que los aspectos morales —cómo son los personajes con los otros, no sólo consigo mismos— resultan fundamentales para cualquier proceso de sanación.

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