Rafael Nadal celebra su triunfo ante Berrettini en semifinales del Open de Australia
El amor brujo de Nadal
El progreso técnico y mental del tenista español es una de las más grandes historias del deporte jamás vividas y aún por contar
Al final Rafael, el viejo pescador de Hemingway, ha llegado a la final. Que no al final. No el final porque pueda perder el siguiente partido (que puede, claro que puede). Sino porque no existe el final para él. Es un pescador y un fabricante de oportunidades: Oportunidades Nadal S.A. Una multinacional. El día que ese final llegue lo hará en paz, hermosamente esquilmados ese cuerpo y esa mente como si fuera un coliseo erguido por los siglos de los siglos sin su carcasa de mármol blanco, saqueado por el tiempo y las lesiones y las estaciones.
Nadal sigue. Hace dos semanas, después de una intervención, de cinco meses parado y de una dolencia crónica que lleva consigo como la bola de un presidiario (que es como juega, como decía Capote que vivía un escritor al descubrir que lo era), pensó incluso en la retirada debido al capricho de ese pie que cuando duele casi mata. El pie duele, pero esta vez no para matar, así que Nadal vive para hacernos vivir a los que le vemos jugar. Es curioso que un deportista produzca ese sentimiento general en los espectadores. No es una cuestión de que caiga bien y mal, de que sea peor o mejor, de que gane o pierda.
Caiga bien o mal, sea peor o mejor o gane o pierda Nadal fabrica sentimientos como se fabrica oportunidades y los que le vemos lo vemos y nos emocionamos. Nadal es arte. Después de la fuerza, de los tiros, de las carreras, de los partidos interminables, de las demostraciones físicas y mentales, ya casi solo queda el arte o la sublimación del deporte. Mucho se ha hablado, y con razón, del estilo exquisito de Federer, la elegancia absoluta, el tenis hecho arte sobre el dominio y la estética.
Rafael Nadal durante la semifinal contra Berrettini
Pero el amor propio de Nadal se ha convertido en el amor brujo. El fantasma del gladiador de la arena vencido por el amor propio de un hombre de 35 años que apura su grandeza hasta los límites más recónditos del cuerpo y del alma humana. Lo que sentimos quienes le vemos, quienes lo hemos visto durante estos últimos diecisiete años es lo que él nos devuelve procesado en su ser, esa fotocopiadora de dificultades de la que sale un sentimiento cada vez más puro, más esencial, más bello. El estilo exquisito de Nadal es un monumento imperecedero de humanidad.
John McEnroe lo reseñaba al final del encuentro contra Berrettini: el campeón más humilde, el jugador que más ha progresado de los tres grandes a los que iguala e incluso supera en títulos habiéndose perdido el equivalente a cuatro temporadas completas debido a las lesiones, sin contar el tiempo de puesta a punto en juego de las mismas (el tiempo que ha reducido de modo inverosímil). Y continúa haciéndolo, aunque parezca imposible.
El progreso inolvidable
Se han dicho tantas cosas bonitas de Nadal, que también parece imposible seguir diciéndolas, pero debemos seguir diciéndolas. Siguiendo su ejemplo. Tampoco es difícil, aunque haya que buscar lo que nunca se ha dicho para no repetirse. Nadal no se repite nunca, así que no debemos repetirle, casi por respeto. Se merece que nos esforcemos en encontrar el elogio preciso y honesto como él se esfuerza en encontrar la modificación precisa y honesta para seguir compitiendo.
Aunque lo que haga ya no sea competir sino vivir en plenitud, agradecido a su suerte y devolviéndola a nuestros ojos que lo han visto jugar gravitando por momentos sobre la Rod Laver contra Berrettini, con el dolor y el desgaste anestesiados, como si fuera Neo, un humano, al final de Matrix luchando contra las máquinas (la última se llama Medvedev) sin mirar.
En El tenis como experiencia religiosa, relato del difunto David Foster Wallace, a mayor gloria de Federer, aparecía el Nadal de los inicios como una suerte de némesis brutal de la delicadeza del suizo. El progreso inolvidable que se perdió el aclamado autor de La Broma Infinita, que a buen seguro jamás pudo imaginar, como no podía imaginarlo casi nadie, que bajo aquella fuerza de la naturaleza sin mangas y largas melenas y músculos poderosos, dormitaba el amor como si fuera la Gitanería de Manuel de Falla.