El ridículo de un Gobierno o un Gobierno ridículo
Un país no se construye con tuits ni con discursos vacíos, sino con inversiones reales, con el sudor y el dinero de los contribuyentes bien empleados en lo que realmente importa
La verdad es que el título también podría ser el ridículo de un ministro, Óscar Puente, o un ministro ridículo, porque tanto monta, monta tanto el que dirige el Gobierno, Sánchez, como el responsable del Ministerio de Transportes e Infraestructuras.
La imagen de España, esa que se vende como moderna y eficiente, ha quedado hecha añicos en apenas unas horas, con el inconfundible sello de la inoperancia y el desgobierno.
No se trata de un fallo aislado: es la crónica de un colapso anunciado, la manifestación tangible de que nuestras infraestructuras —antes motivo de orgullo— están al borde del abismo por culpa de la desidia y la incompetencia.
Lo ocurrido en Barajas, con más de 4.000 pasajeros que perdieron sus vuelos, colas que rozaban lo absurdo y un fallo informático —en pleno siglo XXI— que paralizó el principal aeropuerto del país, no es un simple incidente técnico. Es la estampa del caos, la demostración palpable de que la gestión y la capacidad de reacción brillan por su ausencia.
Un país que es referente turístico y cuyo PIB depende en buena parte de ese sector no puede permitirse el lujo de ver a visitantes y ciudadanos atrapados en un limbo aeroportuario por la incapacidad de sus gestores para garantizar lo más básico: que un sistema informático no se desplome como un castillo de naipes.
Por si fuera poco, la vergüenza se extendió a la red ferroviaria. Mientras miles de personas sufrían el despropósito de Barajas, otros tantos quedaron atrapados en trenes, inmovilizados por la caída de las catenarias en La Sagra.
No fue un temporal inesperado ni una fuerza mayor impredecible: es una infraestructura que no resiste ni un estornudo. Estamos ante un sistema que se deshace ante la más mínima contrariedad. Quienes no pudieron viajar, quienes vieron sus planes arruinados, quienes perdieron conexiones vitales o citas ineludibles, son las víctimas de una Administración más preocupada por el relato y la propaganda que por el mantenimiento y la inversión estratégica.
Este es el legado de un Gobierno que se envuelve en promesas de progreso mientras el país se desmorona a pedazos. Un ridículo mayúsculo que ya no admite excusas ni permite culpar a terceros.
Es la prueba viva de que la improvisación, la falta de planificación y una preocupante indiferencia por la calidad de los servicios públicos están llevando a España al borde del precipicio en algo tan esencial como sus arterias de comunicación.
El colapso de Barajas y la paralización en La Sagra son el epílogo de una gestión catastrófica
El colapso de Barajas y la paralización en La Sagra no son anécdotas: son el epílogo de una gestión catastrófica, la bofetada de realidad para un país que merece mucho más que un Gobierno incapaz de mantener en pie sus propias infraestructuras. La pregunta ya no es si estamos ante el ridículo de un Gobierno, sino si este Gobierno es, en sí mismo, un completo y absoluto ridículo.
Para entender la raíz profunda de este desastre solo hay que mirar donde duele: la inversión. Mientras el país se desmorona y la ciudadanía sufre los estragos de un sistema al borde del colapso, el Ministerio de Transportes e Infraestructuras —ese que supuestamente vela por nuestras conexiones vitales— ha destinado unas cifras que rozan lo ofensivo.
Los datos de Inversiones y Transferencias Corrientes y de Capital entre 2018 y 2024 son un insulto a la inteligencia y una condena a nuestro futuro. En ese periodo de siete años, la inversión total en transporte terrestre, marítimo, ferroviario y aéreo apenas ha alcanzado un mísero 0,9 % del gasto público total. ¡Un cero coma nueve por ciento!
Mientras Hacienda se hinchaba a recaudar con nuestros impuestos y el gasto se disparaba hasta alcanzar 4,26 billones de euros en siete años, esos recursos se destinaron a partidas menos eficientes.
La columna vertebral de nuestra economía y nuestra movilidad ha sido sistemáticamente ignorada, despojada de los recursos vitales que necesita para funcionar. Es la prueba irrefutable de que la prioridad de este Gobierno no es garantizar la movilidad de sus ciudadanos ni la competitividad de sus empresas, sino una hoja de ruta puramente ideológica y de subsistencia política.
Destinar al transporte terrestre un 0,7 % del gasto público, al ferroviario un 0,1 %, al aéreo otro 0,1 % y al marítimo un 0,03 % equivale a reírse de todos los españoles.
En lo que va de año, mientras nos han exprimido con 122.000 millones de euros en impuestos —un 11,5 % más que en 2024—, apenas se han destinado 869 millones a evitar que ocurra lo que ya ha ocurrido.
Lo que vimos en Barajas y La Sagra no es mala suerte: es la consecuencia directa de siete años de abandono, de una inversión ridículamente insuficiente en el mantenimiento y la modernización de infraestructuras esenciales.
Es el resultado de priorizar la propaganda sobre la gestión.
Un país no se construye con tuits ni con discursos vacíos, sino con inversiones reales, con el sudor y el dinero de los contribuyentes bien empleados en lo que realmente importa. Este Gobierno, con sus miserables cifras de inversión en infraestructuras, ha demostrado que su modelo es el del colapso planificado.
Es hora de que asuman las consecuencias de su inacción y de su negligencia.
¿Vamos a seguir callados?
¿Vamos a tolerar sin protestar todo lo que está pasando?
Este Gobierno tiene que convocar elecciones ya.