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Los ridículos de la educaciónJosé Víctor Orón semper

Aprender a hablar de los problemas

Cuando la persona tiene dudas de sí misma, todo le hace dudar. Y una forma de dudar es sospechando

Actualizada 04:30

En la corrección, que no puede dejar de hacerse, se suelen usar frases como «atiéndeme», «no me escuchas», «¿por qué no me obedeces cuando te pido algo?». Algunos piensan que la cosa se suaviza si se quita el «me», y entonces queda: «atiende», «no escuchas», «¿por qué no obedeces cuando te pido algo?». Se propone hablar así para ganar en objetividad y no trasladar como un ataque a la persona del educador los comportamientos del alumno y del niño. Ciertamente puede ser un paso quitar el «me», pero aun quitando el «me», es falso que haya objetividad, sino que se está hablando de la interioridad del hijo o alumno y, además, se cuestiona. No solo se duda de la interioridad del otro, sino que se valora como negativa o incluso como hostil. Con ello, es muy normal que se bloquee y no quiera hablar o se muestre agresivo. Veamos la razón de ello.

Vayamos por partes: la eliminación del «me». Ya es una cosa buena, pues presupone una enemistad que no hay por qué presuponer. Por ejemplo, se evidencia con claridad si alguien dijera «el niño no me come». Obviamente no se quiere decir que el niño tenga que comer al padre o la madre, sino que el hecho de no comer se entiende como una especie de pugna entre el niño y el progenitor. El progenitor traslada al ámbito personal, y además en formato de lucha, lo que simplemente puede ser que no tenga ganas, o prefiera jugar. Con el «me» interpretamos como ataque lo que no tiene por qué serlo. Con eso, el educador queda viciado en su disposición hacia el educando y ya tenemos una nueva forma de hacer el ridículo.

Cuando la persona tiene dudas de sí misma, todo le hace dudar. Y una forma de dudar es sospechando. Cuando se sospecha que todo son confabulaciones, «el niño no me come», «el alumno no me hace caso», «mi esposa me ignora», en verdad puede ser que se sospeche de uno mismo. El mundo entero tiene algo mejor que hacer que ir todos contra ti.

Pero aún hay más. Si lo que buscamos es de verdad dialogar con el otro, vale la pena hablar de los problemas de la forma más objetiva posible y la razón es sencilla: para que dos personas dialoguen y descubran qué ha pasado, es necesario tener un lugar común, un punto de partida en el que estar de acuerdo para empezar a hablar. Si en la primera frase que se dice se descubre que ya no se habla de lo mismo, va a ser difícil que el diálogo pueda prosperar.

Cuando al alumno se le dice «no atiendes», «no obedeces», «no trabajas», se están haciendo afirmaciones sobre el interior de la persona. La atención, la obediencia y el trabajo no se ven directamente, sino que son cuestiones interiores de la persona que se reflejan en el exterior. Pero que no mire el alumno al docente no quiere decir que no atienda. De la misma forma, que el alumno mire al docente tampoco es signo de que se atienda. Que el alumno no tape el pegamento no quiere decir que desobedezca, puede ser sin más que se olvide o que esté enfadado, o posibilidades mil.

Cuando uno se siente cuestionado en su interior es fácil que tome posturas defensivas, máxime si no es el caso. Un joven podría decir: «sí que te atiendo, aunque no te mire». Ya hemos empezado el diálogo de forma viciada, pues al hablarle así, el caso es que se cuestionó el interior de la persona. Ahí el diálogo tiene difícil existencia.

Muchas personas sienten que tienen que ser perfectas para ser aceptadas. Puede ser que sus padres y educadores nunca dijeran eso de forma explícita. Pero, si sin querer han estado cuestionando el interior del otro en sus acciones, el hijo o hija puede haber descodificado esos comentarios como reclamo de perfección.

El día de la madre una niña de 10 años escribe a su madre: «mamá, eres la mejor madre del mundo mundial… tú ya sabes que te sigo queriendo, aunque tú me regañes». Es una frase tremenda. La niña afirma lo que siente: que el otro cuestiona. Lo que afirma es «yo te quiero» y el contexto donde dicha afirmación parece ser puesta en duda es cuando la madre regaña a la niña. Es decir, la niña piensa que cuando la madre regaña a la niña, no siente que lo hace porque la niña se equivocara, sino porque la madre piensa que la niña no quiere a la madre. Es decir, es como si en la cabeza de la niña aflorara esta frase: «si mi mamá me riñe, es porque piensa que no la quiero». La niña piensa esto porque la niña siente que la madre cuestiona su disposición interior cuando la madre le regaña. Le sigue escribiendo la niña: «tú ya lo sabes, pero por si acaso te lo digo: todo el mundo que conoces te quiere, como por ejemplo papá y …».

Cuando sentimos que el otro cuestiona nuestro interior se produce una indefensión. Podría decir el cuestionado: «¿quién eres tú para hablar de mi interior? No me faltes el respeto».

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Si en lugar de decir «no me desobedezcas» preguntamos «¿por qué el plato sigue en la mesa?», la capacidad de diálogo aumentará. Esto no es exclusivo de la educación, sino que permea toda nuestra vida. En el trabajo uno le dice a otro: «vas a la tuya, entrega ya el informe». «Ir a la tuya» es una cuestión interior que nadie ve, es una falta de respeto y además es hacer una declaración de guerra nada más empezar a hablar, pues al decirle que va a la suya se le declara como alguien hostil.

Podemos aprender a enunciar bien los problemas describiendo de tal forma la realidad que incluso el otro lo pueda reconocer. Para eso hace falta que se hable solo de comportamientos, lo que un aparato como una cámara, que nunca ve la interioridad, pudiera recoger.

Meter el «me» y hablar de la interioridad del otro cuestionándola es hacer el ridículo, es no querer hablar. Lo más seguro es que hablemos así porque nos han hablado así. Pero cada uno de nosotros somos más que lo que hemos recibido, así que podemos inaugurar nuevas formas de hablar.

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