Sánchez no cree en la educación
La brecha entre comunidades autónomas, tanto en recursos como en resultados, se mantiene e incluso se amplía, sin una estrategia estatal coherente y sostenida
La investigación educativa lleva años advirtiéndolo. Durante los últimos veinte años, la reforma educativa ha sido casi permanente en muchos países, pero también extraordinariamente frágil. Muchas iniciativas han sido impulsadas por líderes con capacidad de imponer cambios rápidos, a menudo frente a resistencias internas, pero han fracasado en un punto clave: convertir la reforma en la forma normal de funcionamiento del sistema. Cuando esos líderes se marchan, las reformas se deshacen, se paralizan o son sustituidas por la siguiente gran idea. No se institucionalizan. No generan rutinas, incentivos ni una base social que las defienda.
Este patrón conecta directamente con los resultados del trabajo de Nir y Kafle, que analizaron datos de 47 países durante una década y compararon sistemas educativos en contextos políticamente estables e inestables. Su conclusión es clara: la estabilidad política explica mejor la calidad educativa que el nivel de renta per cápita. El crecimiento económico importa, pero no es suficiente. Sin continuidad institucional, los procesos educativos no llegan a completarse y los programas se interrumpen antes de mostrar resultados.
España es hoy un caso de manual de esta dinámica. Desde la llegada de Pedro Sánchez al Gobierno en 2018, el ámbito educativo ha vivido una sucesión vertiginosa de cambios en la cúspide política. Si se observan conjuntamente Educación y Universidades, el balance es elocuente. Primero fue Isabel Celaá en Educación. Después, Pilar Alegría. Y recientemente, un nuevo relevo, con la sustitución de Alegría por Milagros Tolón. Toda una de ellas en equipos que los han aterrizado y despegado con ellas. En paralelo, el área de Universidades ha pasado por Pedro Duque, Manuel Castells, Joan Subirats y Diana Morant. Siete cambios ministeriales efectivos en apenas unos años para un sistema que, por definición, necesita continuidad, tiempo y coherencia.
Este dato no es anecdótico. Es estructural. Cada cambio de ministro implica un nuevo equipo, nuevas prioridades, nuevas relaciones con comunidades autónomas, universidades y actores del sistema. Implica también interrupciones en la agenda, redefiniciones estratégicas y, en muchos casos, desandar lo recorrido. La educación no funciona con lógica de titular de prensa ni con ciclos cortos. Funciona con políticas acumulativas.
Dos casos ilustran bien este problema. El primero es la aprobación y despliegue de la LOMLOE. Se trata de una ley de enorme alcance, que modifica currículo, evaluación, gobernanza de centros y papel del profesorado. Su implementación real en las aulas exige años, formación docente, desarrollo autonómico y seguimiento continuo. Sin embargo, el relevo de Celaá por Alegría se produjo cuando la ley apenas había comenzado a aterrizar en los centros. El resultado fue previsible: mensajes contradictorios, interpretaciones divergentes entre comunidades y una sensación generalizada de provisionalidad. Muchos docentes interiorizaron que lo prudente era esperar, porque la siguiente reforma estaba a la vuelta de la esquina.
El segundo caso es el de las universidades y la LOSU. Desde 2018, el área ha cambiado de ministro en cuatro ocasiones. Pedro Duque inició la etapa con un enfoque técnico y transitorio. Manuel Castells aportó una visión académica y estructural, pero con un mandato breve. Joan Subirats imprimió un giro político más marcado. Diana Morant heredó la fase de despliegue. En ese contexto se aprobó una ley que afecta a la gobernanza universitaria, la carrera académica, la financiación y la relación entre universidades públicas y privadas. El problema no es solo el contenido de la LOSU, muy discutido, sino el entorno de inestabilidad en el que se ha implantado. Sin liderazgo sostenido, no hay interlocución sólida ni capacidad real de seguimiento. Este cambio continuado en las cúpulas de los ministerios demuestra que Pedro Sánchez tiene más interés en ejercer el poder que plantear una reforma sostenible y pactada a largo plazo.
Las consecuencias de esta inestabilidad son profundas y se reflejan en los grandes frentes abiertos del sistema educativo español. La escolarización temprana, clave para reducir desigualdades de origen, sigue siendo muy desigual entre territorios. La brecha entre comunidades autónomas, tanto en recursos como en resultados, se mantiene e incluso se amplía, sin una estrategia estatal coherente y sostenida. La educación especial vive en una incertidumbre permanente, atrapada entre discursos inclusivos y una falta evidente de planificación realista. Y la formación profesional, pese a los avances normativos, no termina de consolidarse como eje vertebrador de la formación a lo largo de la vida.
A todo ello se suman los efectos no deseados de la LOMLOE y la LOSU. Normas extensas, complejas y cargadas de desarrollo reglamentario que exigen precisamente lo que no ha habido: estabilidad política, continuidad en el liderazgo y capacidad de evaluación a medio plazo. En lugar de eso, el sistema ha recibido señales cambiantes, prioridades superpuestas y reformas que se anuncian antes de analizar las anteriores.
La revisión sistemática de McLure y Aldridge, basada en casi 250 estudios empíricos internacionales, lo confirma con claridad. La sostenibilidad de las reformas educativas depende de liderazgo estable, equipos directivos duraderos, financiación sostenida, tiempo suficiente y estabilidad del personal. Cuando hay alta rotación en la cúspide, se pierde capital organizativo, se interrumpen procesos de formación y se erosiona la confianza de los profesionales. El resultado es una reforma permanente que no reforma nada.
La estabilidad no significa inmovilismo. Significa continuidad estratégica. Significa permitir que los profesionales de la educación desarrollen proyectos completos, desde el diseño hasta la evaluación, sin cambiar de marco normativo cada pocos años. Significa construir consensos básicos que sobrevivan a una legislatura. Si España quiere mejorar su sistema educativo, la pregunta clave no es qué nueva ley aprobar, sino cómo garantizar que las existentes tengan tiempo, liderazgo y estabilidad para funcionar.
- Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Rey Juan Carlos