Extender la enseñanza obligatoria hasta los 18 años: una inversión de país
Durante los últimos veinte años, España ha reducido notablemente el abandono educativo temprano, que pasó del 30,9 % en 2002 al 13,0 % en 2024
La ampliación de la enseñanza obligatoria hasta los 18 años constituye una de las reformas educativas más ambiciosas que España podría emprender en las próximas décadas. No se trata solo de prolongar la escolarización durante dos años, sino de redefinir la función del sistema educativo en la construcción del capital humano y en la reducción de las desigualdades sociales. En un informe publicado en Funcas, Jorge Sainz y yo argumentamos que la educación sigue siendo la herramienta más potente para el progreso individual y colectivo, con retornos económicos, sociales y cívicos que trascienden a una generación.
Durante los últimos veinte años, España ha reducido notablemente el abandono educativo temprano, que pasó del 30,9 % en 2002 al 13,0 % en 2024 (y que se situará muy cerca del 12,3 % en 2025). Sin embargo, la cifra sigue lejos del objetivo del 9 % fijado por la Unión Europea para 2030. La extensión de la educación obligatoria hasta los 18 años se concibe precisamente como una medida estructural para consolidar esta tendencia y asegurar que todos los jóvenes completen al menos la educación secundaria superior. La evidencia internacional es clara: un año adicional de escolarización obligatoria puede reducir el abandono en 2,5 puntos porcentuales, como demostró la reforma en Países Bajos (Cabus y De Witte, 2011).
Más allá del argumento normativo, la extensión educativa tiene una sólida justificación económica. Según la literatura clásica de Angrist y Krueger (1991) y Oreopoulos (2006), un año adicional de escolarización incrementa los ingresos anuales cerca de un 7,5 % y reduce el desempleo y mejora la salud a lo largo del ciclo vital. Además, la inversión pública necesaria tiene una rentabilidad social neta claramente positiva. López Rupérez, García e Sanz (2015) calcularon una tasa interna de retorno del 6,1 % para los hombres y del 5,2 % para las mujeres, cifras comparables a las de las políticas educativas más exitosas de Europa.
Pero la educación también genera beneficios no monetarios. Oreopoulos y Salvanes (2011) documentan que la escolarización adicional se asocia con un mayor bienestar subjetivo, estabilidad familiar y comportamientos más saludables. En el Reino Unido, Gehrsitz y Williams (2024) demostraron que elevar la edad mínima de abandono redujo las hospitalizaciones por enfermedades relacionadas con el consumo de alcohol y tabaco. En términos intergeneracionales, un año adicional de educación materna puede reducir en un 17 % la probabilidad de que los hijos fumen y en un 21 % la de que presenten sobrepeso (Huebener, 2025). Estos efectos muestran que la educación no solo forma a trabajadores más productivos, sino también a ciudadanos más sanos y a sociedades más cohesionadas.
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La comparación internacional también ofrece lecciones valiosas para España. En Europa, Bélgica, Francia, Portugal, Finlandia y Rumanía ya establecen la obligatoriedad plena hasta los 18 años. Otros países, como Austria y Polonia, exigen formación obligatoria a tiempo parcial hasta esa edad. Los Países Bajos optan por un modelo de «obligación de cualificación»: los jóvenes deben continuar formándose hasta obtener una credencial mínima (startkwalificatie). En todos los casos, el éxito depende de combinar la extensión temporal con una diversificación real de itinerarios. En palabras de Francisco López Rupérez (otro de los autores de esta columna de 'La Educación en la Encrucijada' en El Debate), las reformas educativas solo son eficaces si se diseñan desde una perspectiva sistémica, es decir, alineando los objetivos de equidad con los de calidad y eficiencia. Extender la obligatoriedad sin reforzar la orientación, la tutoría o la formación profesional sería, en ese sentido, una medida incompleta.
En España, el impacto potencial de la reforma sería especialmente notable en las regiones con mayores tasas de abandono, como Melilla (26,0 %), Baleares (20,1 %), frente a comunidades como Cantabria (5,5 %) o el País Vasco (5,0 %) que ya cumplen los objetivos europeos. La medida tendría así un efecto redistributivo territorial, al reforzar las oportunidades de los jóvenes en contextos donde la exclusión educativa aún persiste.
El reto, sin embargo, no es solo cuantitativo. Aumentar la edad obligatoria debe ir acompañado de una transformación cualitativa. Incrementar la permanencia de estudiantes desmotivados en itinerarios que no se ajustan a sus intereses puede generar frustración y tensiones en las aulas. Por ello, Sainz y Sanz (2025) insisten en que la obligatoriedad entre los 16 y 18 años no debe significar uniformidad, sino pluralidad: Bachillerato, Formación Profesional, FP Dual, programas artísticos, deportivos o de segunda oportunidad, todos dentro de un marco común de calidad y orientación personalizada. En la práctica, se trataría de «aumentar las vías de éxito», como plantean López Rupérez et al. (2015), para evitar que la ampliación derive en un nuevo abandono a los 18 años.
Desde la perspectiva del capital humano, los beneficios macroeconómicos son considerables. Psacharopoulos (2024) revisa más de un siglo de estimaciones y concluye que la tasa de retorno privada de la educación se mantiene estable en torno al 10 % anual, una cifra superior a la mayoría de las inversiones financieras. En el plano social, un año adicional de educación reduce el riesgo de pobreza en un 29 % y mejora la confianza institucional (Hofmarcher, 2021). En un país donde la tasa de pobreza juvenil supera el 25 % (INE, 2024), la extensión de la obligatoriedad no solo sería una política educativa, sino también una política de cohesión social.
Por supuesto, la medida implica costes. La simulación elaborada por Sainz y Sanz estima que el esfuerzo agregado equivaldría al 2,3 % del gasto educativo público, alrededor de 1.450 millones de euros anuales. Esta cifra incluye tanto la escolarización de los jóvenes no matriculados como la extensión de la gratuidad en Bachillerato y Formación Profesional. Sin embargo, incluso con un horizonte prudente, los beneficios netos superan ampliamente los costes, especialmente si se añade el ahorro futuro en subsidios por desempleo, asistencia social y atención sanitaria. El desafío reside, por tanto, en el diseño y la implementación gradual, no en la justificación económica.
En definitiva, ampliar la enseñanza obligatoria hasta los 18 años no debería verse como un gasto adicional, sino como una inversión estratégica en el capital humano y social del país. España ha avanzado mucho, pero sigue teniendo una proporción elevada de jóvenes que no completan la educación secundaria superior. Extender la obligatoriedad –con flexibilidad, apoyo y calidad– permitiría reducir las desigualdades, mejorar la productividad y reforzar la cohesión. Como subrayan Sainz y Sanz (2025), «mantener a los jóvenes dos años más en el sistema educativo no es una imposición, sino una oportunidad de equidad y progreso».
Ismael Sanz, URJC, Funcas y LSE