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01 de mayo de 2024

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Recetas

Un poco de historia, de fiestas mediterráneas y roscones

Las fiestas de la vuelta de la luz al mundo tras el reposo invernal son celebraciones antiquísimas que nos conducen desde la perspectiva trascendente hacia la puramente material del ciclo anual del sol. En el fondo, la luz en todos los sentidos, la que ilumina las horas y la que ilumina la vida, ha parecido importante en todas las culturas y en todos los tiempos.
Ya en puertas de las postrimerías de Navidad con la fiesta de los Reyes Magos, los buenos propósitos del año nuevo todavía laten, esperemos que por muchos meses, también se acerca el dulce momento del roscón tradicional que esperamos con golosa impaciencia. Pero cada fiesta tiene su plato y no hay fiesta sin su postre, así que veremos cómo las tradiciones cristianas también tienen sus raíces en la cultura alimentaria del Mediterráneo. Desde luego, con el tiempo terminaron cambiando el contenido, el significado y hasta los ingredientes, pero se ha seguido manteniendo la celebración durante los días de invierno, casi solapándose con nuestra Navidad y acompañándose de una repostería específica de estos días.
El mes de diciembre comenzaba en el mundo romano con las fiestas Compitales y Saturnales. Las Saturnales, o Saturnalia en latín, eran las celebraciones en homenaje a Saturno, unas fiestas esperadas y alegres en las que se intercambiaban regalos, se adornaba la casa con plantas y luces y todo era fácil y feliz durante unos días. Las Saturnalia, en plural, porque se celebraban durante siete días entre el 17 y el 23 del mes de diciembre, aunque tenían un origen agrícola terminaron reforzando su celebración cuando el rey Pirro de Épiro permitió a sus cautivos romanos en el 280 a. C. celebrarlas y salir de su prisión, nos cuenta Apiano. A partir de entonces, la fiesta empezó a adquirir vida propia, siendo innumerables las velas, las plantas y las figuritas de barro que adornaban las casas y que acompañaron las tradiciones mediterráneas, quedando enraizadas por su larga tradición en las fiestas navideñas. Las fiestas de invierno adquirían continuidad modificando las formas, mientras ha continuado el homenaje a la luz que representa la venida del Niño Dios.
A las costumbres gastronómicas les ocurrió algo parecido. El homenaje al gran dios de la cosecha y la agricultura, Saturno, no podía menos de consistir en una celebración en la que la comida adquiría un protagonismo sustancial: se repartían raciones extra de vino y comida a los esclavos mientras los hombres libres disfrutaban de banquetes extraordinarios. Durante las Saturnales la gente se enviaba regalos, incluso el poeta Marcial, un cosmopolita hispano que había nacido en Bílbilis y que vivía en la gran Roma solía regalar a sus amigos bolsas con nueces. Otros regalaban cestillos con aceitunas, caracoles y queso o cebollas e higos secos. Pero había quién enviaba productos más sofisticados, como la entonces carísima pimienta, gruesos dátiles orientales y repostería fina.
Uno de los formatos de repostería más característico eran las tortas y los aros, esas mismas tortas con un hueco en el centro, que se preparaban con masa de pan enriquecida con huevos y queso fresco y que se endulzaba con miel y vinos dulces. Finalmente se decoraba con higos pasas y ciruelas deshidratadas. Ese tipo de repostería de carácter festivo formaba parte de las elaboraciones que se entregaban en las romerías y que se llevaban ante las divinidades. Después se compartían y se disfrutaba de la fiesta en común. Aquella antiquísima repostería de formas simples y elaboración cuidada era muy antigua, ya se hacían roscos y formas circulares en épocas muy anteriores, no sólo en Roma, sino en Oriente Próximo. Lo más interesante es que se continuaron elaborando, mejorando, enriqueciendo y cambiando las fórmulas, a las que se fueron incorporando procesos más refinados, mejores levaduras, azúcar en lugar de miel, frutas escarchadas y agua de azahar. El viejo rosco mediterráneo se vio sustituido por la corona de Adviento, que era en definitiva la misma forma con diferente espíritu y una preparación más delicada.
La presencia del haba en el interior del dulce, sin embargo, no cambió. La cultura romana apreciaba singularmente esta legumbre que duraba tanto cuando se mantenía seca. No solamente formaba parte de la comida popular y cotidiana, sino que tenían connotaciones religiosas, de ultratumba y funerarias. También eran un auténtico marcador social, ya eran el ingrediente principal de «las ollas plebeyas». Y el sarcasmo de ser el afortunado ganador del haba que contenía el rosco festivo adquiría todo su significado en unos días festivos en los que las bromas tenían un espacio más generoso.
Así que roscón, haba, repostería y celebración se llevan fundiendo desde hace más de dos milenios en las fiestas invernales. La Navidad ha terminado fundiendo con espíritu generoso un patrimonio que continua, cada vez se hacen roscones mejores, más suaves y esponjosos. Los reposteros compiten para obtener productos de mejor calidad y lo consiguen, desde luego. Se funden cultura, historia y alimentación, así cada vez que tenemos un roscón con su haba frente a nosotros podremos decir que tenemos un pedacito de historia en el plato. 
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