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Marichu Suárez

El eclipse del hombre y la mujer: anatomía de una confusión

No necesitamos más teorías de género, sino hombres y mujeres que se atrevan a serlo; que redescubran que la verdadera libertad no es negar lo que somos, sino vivirlo hasta el fondo, volar en nuestra esencia.

Hubo un tiempo en que ser hombre o ser mujer no era incómodo: bastaba el cuerpo para revelar el sentido. Hoy, sin embargo, la diferencia sexual se ha vuelto sospechosa, como si lo evidente precisara permiso para existir.

La cultura posmoderna –heredera de un feminismo ideologizado y de un cientificismo sin alma– ha decidido que la diferencia sexual carece de significado, que el cuerpo no revela nada y que ser varón o ser mujer es un «constructo social». Y, al hacerlo, ha vaciado de sentido aquello que sostenía la estructura más profunda de la humanidad.

El feminismo, en su origen, fue un grito legítimo contra la injusticia. Reclamó para la mujer la misma dignidad que para el hombre, y en ello tuvo razón porque la dignidad de cada persona es de un valor infinito.

Pero con el tiempo, esa reivindicación justa se ha estado desviando hacia una ideología de la indiferenciación, donde la libertad ya no consiste en desplegar lo que uno es, sino en poder ser cualquier cosa. Y de esa confusión ha nacido una cultura donde el hombre ya no sabe ser padre ni esposo, la mujer ya no sabe ser madre ni esposa, y ambos se sienten mutuamente prescindibles.

Sin embargo, la antropología, la biología y la filosofía más elemental coinciden en algo que la ideología niega: la diferencia sexual no es ni un accidente ni una agenda social, sino un principio estructural de la persona humana. El cuerpo no es una cárcel del yo, sino su primer lenguaje.

Más allá de lo que revela san Juan Pablo II en su Teología del cuerpo, donde explica que el hombre y la mujer son dos modos complementarios de encarnar el amor –una maravillosa verdad inscrita en la carne que revela el sentido de la persona como don–, la neurociencia, la endocrinología y la psicología evolutiva han mostrado –con datos, no con dogmas– que el varón y la mujer poseen tendencias cognitivas, afectivas y relacionales distintas que no se reducen al aprendizaje cultural, y negar todo esto no es parte del progreso, solo es negacionismo antropológico.

La masculinidad y la feminidad no son polos en conflicto, sino mitades del mismo icono de la humanidad. Cada una necesita de la otra para comprenderse: el hombre aprende de la mujer a humanizar su fuerza; la mujer aprende del hombre a orientar su entrega. Separados, se vuelven caricaturas: él, dominador o ausente; ella, autosuficiente o herida. Pero la modernidad, en su deseo de emancipación total, ha confundido igualdad con homogeneidad, y la identidad se ha vuelto líquida y el amor provisional.

Ha querido suprimir las diferencias y con ello ha deshecho los vínculos. La consecuencia está a la vista: hombres inseguros, mujeres extenuadas, relaciones rotas, generaciones sin referentes.

Una servidora considera, muy sinceramente, que el mundo no necesita más neutralidad, sino reconciliación con la diferencia. Cuando el hombre y la mujer se reconocen mutuamente –no como rivales, sino como custodios del misterio del otro–, la sociedad florece en plenitud. Cuando se niega esa reciprocidad, se marchita todo lo que hace humana a la civilización: la familia, el amor, la transmisión de la vida, ¡la esperanza misma!

No necesitamos más teorías de género, sino hombres y mujeres que se atrevan a serlo; que redescubran que la verdadera libertad no es negar lo que somos, sino vivirlo hasta el fondo, volar en nuestra esencia.

El futuro no lo escribirán los neutros ni los confundidos, sino aquellos que comprendan que amar es afirmar al otro en su diferencia. El mundo cambiará el día que un hombre vuelva a ser caballero, una mujer vuelva a ser madre, y ambos recuerden que fueron creados para salvarse el uno al otro.

  • Marichu Suárez Sáenz es influencer familiar
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