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Lino Ruiz, mercenario en el Congo y unas pocas cosas más

Lino Ruiz, mercenario en el Congo

Entrevista | Lino Ruiz, mercenario en el Congo

«Con el coraje y los buenos mandos del descubrimiento de América, hubiéramos hecho de El Congo una provincia española»

Excepto piloto, logró todo lo que se propuso de niño.
Fue soldado, actor, camionero, taxista, cartero..., pero ante todo un soñador

Cuando era niño, la profesora le dijo –a él y a sus compañeritos– que escribieran en un papel diez cosas que quisieran ser de mayores. Cuando Lino Ruiz se lo entregó, la profe le dijo que ni en cien años que viviera, le iba a dar tiempo a ser todo eso. Y tenía razón: de las diez cosas, Lino solo fue nueve. O sea, que se quedó con las ganas de ser piloto, pero no soldado, actor, camionero, taxista, cartero... y algunas cosas más, todas ellas resumidas en una: soñador. Digo esto porque cuando le mandé las fotos de la entrevista, me escribió: «Ya mayor (hasta yo lo noto). Pero todavía soñador».

–¿Por qué la guerra?

–Pues por aquello de la aventura. Y por pasármelo bien. Tan bien me lo pasé que a punto estuve de ir a Vietnam.

–¿Vietnam?

–El entonces embajador de Estados Unidos en El Congo nos quiso contratar a todos los mercenarios españoles y mandarnos a Vietnam, que empezaba entonces. La idea era ir allí como unidad autónoma. O sea, con nuestros propios mandos, sin nadie que nos dijera lo que teníamos que hacer. El tío metió la pata. Porque nos dijo que nos daría la nacionalidad norteamericana. Y por ese detalle dijimos todos que no. ¿Para qué queríamos ser norteamericanos, si éramos españoles?

–¿Cómo acabaste en el Congo?

–Leyendo un reportaje en La Actualidad Española. Un reportaje titulado «30.000 pesetas por morir en El Congo». Era el año 64 y yo estaba en el Aaiún, haciendo la mili en la brigada paracaidista. Mejor dicho: la Agrupación de Banderas Paracaidistas del Ejército de Tierra, que era como se llamaba la brigada antes de ser la brigada. Yo trabajaba en el cine cuando me llamó un catalán de mi curso del Aáiun: «Oye, Lino, ¿has mirado eso?». «Pues no», le dije. Y me fui a mirarlo a la embajada de El Congo.

–«¿Usted a qué viene?», le preguntarían.

–«A ver al agregado militar», les respondí yo. Y me pasaron con uno que se llamaba Mihigo (no me preguntes cómo se escribe). «Pues mire usted», le dije, «que me he licenciado de paracaidista y me han dicho que buscan ustedes instructores y tal». Me preguntó la edad, me tomó nota del número de teléfono y, efectivamente, al día siguiente me llamaron a casa.

–¿Quién, el agregado?

–No, un español apellidado Bernabeu, primo o sobrino del Bernabeu del Real Madrid, decían, que eso yo no lo sé. Lo que sí sé es que luego estuvo en El Congo, de alférez, y que me citó en Lloyd, una cafetería de Blasco de Garay, esquina Alberto Aguilera, donde ahora hay una sucursal del BBVA. Y allí fui, con dos antiguos legionarios.

–¿Como escoltas?

–Como conocidos míos. Bernabeu me había preguntado si sabía de alguien más que estuviera interesado y les llamé. A uno le conocía del portal de al lado y al otro de San Ignacio de Loyola, un barrio por Cuatro Vientos.

–Os plantáis los tres en Lloyd…

–… y nos preguntan cuándo querríamos marcharnos. «Ahora mismo», decimos. Al día siguiente, salimos los tres de Barajas, con las manos en los bolsillos, sin equipaje y sin un duro. Las tasas del aeropuerto nos las pagó el señor de la cafetería, Bernabeu.

Lino Ruiz en el centro de la foto

Lino Ruiz en el centro de la fotoVicente Talón

–¿Cuántos años tenía?

–Veinte, antes la mayoría de edad eran los veintiuno, que cumplí en El Congo, en Bondo, para ser más exactos.

–En Bondo tuvo lugar, si no una de las más altas, sí desconocidas ocasiones que vieron los siglos.

–La toma de la ciudad –la última ciudad rebelde– por veinticinco españoles en bicicleta, entre ellos yo.

–¿Por qué las bicicletas?

–Por no hacer ruido. Recuerdo que entramos un viernes, día de mercado, la fiesta de los musulmanes, y los pillamos a todos cagando. Los rebeldes huyeron a la selva. No se lo esperaban. En una sola mañana tomamos el transbordador, el aeródromo, la torre de comunicación –que no servía para nada–, los puentes, las carreteras… Fue coser y cantar. Es lo que tiene la decisión de ir a lo que tienes que ir y no perderte en florituras. Allí lo entendí todo.

–¿Qué, exactamente?

–La conquista de América por los españoles. Con coraje, que teníamos, y buenos mandos, que no teníamos, hubiéramos hecho de El Congo una provincia española, al menos nuestro sector, doscientos y pico mil kilómetros cuadrados, la mitad de España. Nosotros fuimos aparte, contratados por la Unión Minera Belga.

–¿Y qué tal pagaba?

–Bien. Eso sí, la mitad de lo acordado te lo daban en dinero de El Congo, que era basura, pero que allí te convertía en rey, salvo en la selva, donde no valía nada. Allí lo que valía era la sal, la auténtica moneda de cambio. La sal no solo potencia los sabores, sino que su falta provoca bocio. Por eso la selva estaba llena de negros con bolsas en la garganta.

–Por volver a la guerra: ¿era el dinero lo que os movía?

–A algunos sí. A otros, ya digo, nos movía la aventura, el cambio constante, el ir a sitios adonde no hubieras ido en la vida. Para mí el dinero es accesorio. Siempre lo ha sido. De las muchas cosas buenas que hicieron los romanos, una de ellas fue el dinero redondo, para que rodase. Yo lo he gastado como lo he ganado: tranquilísimamente, donde me pillara.

–Distinguías antes entre jefes y tropa. Vamos primero con los segundos y segundo con los primeros. Tropa.

–Era gente especial, lanzada, que no se achicaba ante nada. Éramos setenta en total, la mayoría españoles, pero también dos filipinos –uno de ellos, buenísima persona, murió, desgraciadamente–, dos argentinos, dos colombianos, un peruano y un belga. Todos estábamos bajo el mando del mayor Martínez de Velasco.

–Martínez de Velasco era militar de carrera. ¿El resto de oficiales también?

–No todos. Otro al que mataron en el Congo, el alférez Parrilla, hijo de un afamado sastre de Madrid, no había hecho ni a la mili.

-¿Y qué le dijo a su madre cuando volvió a casa?

–«Hola, mamá». ¿Qué quieres que le dijera? Cuando no le dije nada fue la segunda vez que me fui. Porque en el Congo estuve en dos ocasiones. La primera fueron nueve o diez meses. La segunda, igual de divertida que la otra, duró, en cambio, bastante menos.

–¿Por qué?

–Porque me cascaron en una emboscada. Yo lo cuento, pero los negros aquellos no; ellos allí se quedaron.

–Antes de meternos en jardines, prefiero que me cuentes el Congo, pero la segunda temporada.

–Estaba yo una mañana en casa de mi madre y me llama uno que conocía yo: «Oye, que nos vamos al Congo». «Pues vale», le digo yo. «Vente entonces a Lisboa, pero no te traigas a Álex». Álex era uno bastante bocazas.

–¿Todos a las órdenes de Martínez de Velasco?

–A Martínez de Velasco ya lo habían matado. El mando ahora era Bob Denard, quien siempre trabajo para el Deuxième Bureau, la inteligencia militar francesa. Era un funcionario al servicio de su país. El resto 'se lo traía al fresco'.

–El caso es que combatiendo a sus órdenes es cuando caes herido.

–Habíamos entrado desde Angola en el Congo para sacar a unos belgas que se habían quedado en Bukavu, en la frontera con Uganda. Fue llegando a Dilolo, un pueblo de la zona, donde nos tendieron una emboscada. Antes nos habían hecho otras dos, pero a mí me cascaron en la tercera, y por pasarme del primer coche al segundo. Si me hubiera quedado en el primero...

–Pero no te quedaste. ¿Cómo saliste vivo?

–Porque me sacaron unos paracaidistas franceses de apellido Ximenez, o sea, hijos de españoles y pied noirs de Argelia. Me sacaron y me enviaron a Cazombo, en Angola, donde me hicieron una transfusión porque había perdido mucha sangre. El grupo sanguíneo me lo sacaron con unos cristalitos, porque entonces ninguno lo conocíamos. Yo resulté ser a A+, igual que un furriel portugués que fue quien me hizo la transfusión directa, de urgencia.

–Le debes la vida.

–Y quise agradecérselo, pero nunca di con él, ni siquiera preguntando en las oficinas del Ejército, en Lisboa. O no lo tenían en archivo o no les interesaba darme sus datos, cualquiera sabe. Otro al que también quise darle las gracias fue al médico que me operó, un cirujano ya de relevo, y con el que regresé a la península o, como dicen ellos, a la metrópoli. Lo hicimos en el barco de les hommes trou, los hombres agujero, es decir, los heridos y tullidos: a mí me tuvieron que cortar medio pulmón por las siete balas.

–Más viajes.

–En Estambul, cuando conducía camiones, mandé imprimir una camiseta en la que ponía: «I don’t speak english. I am not your friend. I don’t change money». Porque estaba harto del: «Hellow, my friend. Do you speak english? Change money».

–Sin embargo, sí que habla inglés.

–Bastante. También hablo lingala, algo de alemán y, sobre todo, madrileño y gabacho. El francés me abrió las puertas del Medio Oriente en mi época de conductor de vehículos pesados. Porque en países como Siria o Líbano todo el funcionariado más o menos alto, incluido el de aduanas, han pasado por la Escuela Nacional de Administración, en París. Y a mí, al hablar francés, me consideraban de los suyos. Curioso, ¿eh?

–Imagino que habrá habido trabajos en los que has durado nada y menos, y no solo por los jefes.

–Una vez, en París, me llega un amigo y me dice que hay un chollo. «¿Cuál?», le pregunto. Una empresa que va a quebrar en dos meses. Y como lo que mueve al mundo, aparte del transporte, es la información, me presento allí, me contratan y a los dos meses, clavados, quiebra. Todos al chômage: al paro en francés. Con el dinero me fui a Londres, volviendo a París cada quince días, para firmar y seguir cobrando.

–¿Qué tal Londres?

–Pues bastante barato en relación con el París de la época. Era el 73 o así y la libra había caído a lo bestia. Yo buscaba trabajar de lo mío, camionero, pero solo me ofrecían contratos al continente, a Europa. Y lo que quería era quedarme en Londres, aprender inglés, moverme por Inglaterra y tal. Pero solo me salían trabajos de friegaplatos. Yo, que no había fregado un plato en mi vida, iba a fregarlos en Londres. Así que cogí la puerta y me piré, harto.

–¿Adónde, a París?

–A París, sí. Unos amigos uruguayos, a los que había dado trabajo, me dicen que había un chollo, otro.

–¿Cuál, otra empresa en quiebra?

–No, conducir camiones al Medio Oriente. Era cuando los puertos de la zona estaban saturados por falta de infraestructuras y los árabes gastaban que qué. Llevando maquinaria y movidas me tiré unos años, tres o cuatro. Pagaban bien y operábamos desde Múnich y fue desde allí que me volví a Madrid, también harto.

–Cuando regresa a su ciudad, ¿nada había cambiado?

–O mi pueblo. Porque Madrid, digan lo que digan, es un pueblo; un pueblo grande, pero un pueblo, pero para mí nada. Porque a mí nunca me había perseguido Franco. Era 1977, antes de que se votara la Constitución.

–¿Cómo fue tu llegada?

–Curiosa. Entonces yo vestía siempre con ropa muy estrafalaria, incluso para los gustos de hoy. Y me sale un taxista y me dice: «mister, taxi». Y yo, siguiéndole el rollo, le contesto: «yes». Así que me meto y le escribo la dirección: Alto de Extremadura. Iba yo en el coche, enrollado en mis pensamientos, cuando a la segunda vez que paso por Legazpi, me salió mi vena madrileña: «oye, colega, ahora vas a ir a mi casa por donde yo te diga, si no te importa». Se quedó perplejo, claro.

–Porque el taxista pensaba que usted era extranjero.

–Cuando finalmente llegamos, el taxi valía dos mil pesetas. De la época. Así que le dije que íbamos a hacer un precio, pero que los kilómetros los calculaba yo, y que o cobraba lo que le decía o ya podía ir llamando a la Guardia Civil. Porque entonces en el Paseo de Extremadura no había comisaría de Policía, sino cuartelillo de la Guardia Civil.

–Y en todos estos años, desde que regresaste de África a hoy, ¿no has tenido añoranza de guerra?

–Estando en París, me encontré en el metro con Beouni, uno con el que estuve mi segunda vez en el Congo. «¡Coño, Lino! ¿Quieres venir a ver al patrón?». El patrón era Bob Denard. «No, deja, ya me busco yo la vida». Y no fui. Yo a mi rollo. Si me hubieran ofrecido otro sitio, hubiese ido; eso está claro.

–¿Entonces?

–Te lo explico. Beouni era de Inteligencia. De hecho, aquella vez en el metro llevaba traje azul, el uniforme de los funcionarios del Deuxième Bureau. Y Bob Denard, como ya te he contado, también era de Inteligencia; lo fue toda su vida. No fui a verle porque me hubieran utilizado para infiltrarme en los coros españoles de París. Y no estaba yo por la labor.

–Supongo que te refieres a los círculos más politizados del exilio.

–El FRAP, por ejemplo, que se fundó en París, en el Liceo Iberoamericano, en un acto al que asistí. Pero no como infiltrado, sino porque me lo dijo la portera de casa. «Oye, ¿por qué no vas a ver esto, que es aquí al lado?». Fui, y vi a todos esos bocazas incitando a los demás a que hicieran lo que ellos no se atrevían. Igualito que los de Fuerza Nueva.

–Es la primera vez que alguien me compara el FRAP y Fuerza Nueva.

–Cuando fui propietario del taxi, fui hasta el sindicato ese que tenían, Fuerza Nacional del Trabajo, a ver qué tal. Y me encontré con un montón de tíos que mucho hablar, mucho hablar, pero no habían visto un arma en su vida. Otros que iban de clowns, de payasos.

–Sin embargo, no renunciaste a la militancia política.

–Milité durante años en el PP, y con un número de carnet muy bajo, un quince mil o un catorce mil. Me fui porque yo había entrado en un partido de derechas, porque quería arreglar ciertas cosas, y eso se había convertido en un partido de centro izquierda.

–Y dime una cosa, Lino: ¿tú siempre te las has gastado así?

–Qué va. De pequeño era muy tranquilo, de los que llamaba a su hermana mayor –tengo cuatro, todas mayores– cada vez que tenía un problema. Hasta que un día…

–¿Hasta que un día?

–Hasta que un día iba con mi madre por la calle Federico Mayo, cuando un chico al que le había llamado la atención, le dijo: «Cállese usted, so puta». Y yo, que nunca había tirado bien piedras con la mano, ese día aprendí, porque le di una hostia en toda la cabeza que hasta le hice marca al tío. Y se acabó la tontería.

–O sea, que te hiciste respetar, y así hasta la fecha.

–A partir de ahí, la gente empezó a andarse con cuidado. Es que hay que ver la ignorancia de algunos de meterse con los demás sin saber de qué pie cojean. Yo no me meto con nadie. Solo me defiendo de los que se meten conmigo. Que no es lo mismo. Yo a mi bola, como siempre. ¡Ah! Y pasándomelo estupendamente.

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