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01 de mayo de 2024

Retratado del dique de Kent por William Beechey, 1818

Retratado del dique de Kent por William Beechey, 1818

Picotazos de historia

El generoso acto del duque de Kent hacia los tres hijos exiliados del duque de Orleans

El príncipe Eduardo, que ya para entonces era duque de Kent y Strathearn, acogió a los jóvenes y les ayudó en cuanto pudo. Incluso les prestó dinero de su siempre escaso peculio

El 2 de noviembre de 1767 nació el quinto de los hijos, cuarto de los varones, del Rey Jorge III de la Gran Bretaña y la Reina Carlota de Meckenburgo Stretiltz. El neonato fue bautizado con el nombre de Eduardo en recuerdo y homenaje del hermano favorito del rey. Este tío Eduardo, que fue duque de York, ese año había dejado Inglaterra dispuesto a buscar nuevas experiencias en el continente.

Dejó deudas por doquier

En Montecarlo, durante el mes de agosto, encontró a las señoritas del sur de Francia tan estimulantes que no dudó en ejecutar prodigios como bailarín. Sudó copiosamente, cogió frio que se complicó y en quince días dejó este mundo.
Teniendo poco en cuenta el precedente el rey dio al recién nacido el nombre del hermano difunto. El joven Eduardo viajó a Europa al cumplir los diecisiete años de edad. Pasó por las universidades y cuarteles de Luneburg, Hanover y Genova. Seis años después, sin autorización de su padre y sin conocimiento de nadie, abandonó sus estudios y a su tutor en Génova y viajó de vuelta a Londres.

Era incapaz de controlar sus gastos, desconocía la economía y era extravagante hasta el disparate

En Génova dejó deudas y pagarés por más de veinte mil libras, lo que era una deuda considerable. La llegada del príncipe en estas circunstancias sentó al padre como una patada en el trasero –aunque Jorge III sufría de porfiria sus periodos de lucidez eran muy lúcidos– así que aprovechando que había sido nombrado coronel de un regimiento fue destinado a la guarnición de Gibraltar.
Es en este puesto donde el padre de la futura Reina Victoria dejó claro cuales eran los peores defectos de un carácter, por lo demás, afable y generoso. Por un lado era incapaz de controlar sus gastos, desconocía la economía y era extravagante hasta el disparate. Jamás consiguió equilibrar sus finanzas por lo que el Tesoro Real tuvo que ocuparse, al menos un par de veces, de sus deudas.

Una maniática disciplina

Cuando sus deudas alcanzaron cierta cantidad, y en vista de que no había aprendido nada de las veces anteriores, hasta esa salida se le cerró. El otro fallo grave de su carácter era una vena bestial que mostraba en la aplicación de la disciplina. Sufría de una maniática y obsesiva atención en el mínimo detalle que suele acompañar, por otra parte, a los oficiales entrenados para la batalla y que ascienden carentes de experiencia de ella.

El príncipe fue el primer miembro de la Familia Real en pisar Canadá y el primero en entrar en Estados Unidos

En mayo de 1791, y ante el temor de un motín por parte de la descontenta guarnición de Gibraltar, se trasladó al regimiento a Canadá. Ocho años se pasaría en esa parte del mundo y fue feliz, no así las tropas que quedaron bajo su mando y que sufrían los rigores de su sentido de la disciplina. El príncipe fue el primer miembro de la Familia Real en pisar Canadá y el primero en entrar en Estados Unidos, sorprendiendo a los norteamericanos con la sencillez con la que viajaba (tal era el peso del equipaje que atiborraba a los varios carros que lo transportaban que rompió el hielo de un lago, al atravesarlo camino de EEUU, y lo perdió todo).

Los tres hijos de Felipe Igualdad

En 1794 regresó a Canadá como comandante en jefe de las fuerzas británicas en Nueva Escocia. Durante ese tiempo recibió a un grupo de franceses –entonces estaban en guerra con la Francia revolucionaria–. Se trataba de tres hermanos. Tres jóvenes franceses exiliados de su país y execrados por todas las cortes de Europa, pues su padre, siendo príncipe de la sangre de la Casa Real de Francia, había votado y apoyado la ejecución de Luis XVI.
Eran los tres hijos del regicida duque de Orleans, Felipe Igualdad, quien sería, a su vez, guillotinado durante el periodo conocido como el Terror (1793-4). Los tres hermanos –Luis Felipe, duque de Orleans; Antonio, duque de Montpensier y Luis Carlos, conde de Beaujolais– prácticamente estaban en la indigencia y se habían visto obligados a acogerse al amparo de la sociedad del nuevo mundo, ya que la del viejo les había cerrado la puerta en la cara.
El príncipe Eduardo, que ya para entonces era duque de Kent y Strathearn, acogió a los jóvenes y les ayudó en cuanto pudo. Incluso les prestó dinero de su siempre escaso peculio.
En 1843 la Reina Victoria hizo un viaje oficial a Francia. En París fue recibida con la más regia munificencia por el jefe del Estado, el Rey de los franceses. Luis Felipe de Orleans. El mayor de los tres jóvenes exiliados que protegió el duque de Kent. La Reina Victoria, después, anotaría en su diario: «El rey repetía una y otra vez, cuan feliz estaba por la visita y lo unido que estaba con mi padre y lo agradecido que le estaba». Pocos años después, en 1848, Victoria acogería con ternura y generosidad al destronado Luis Felipe y su familia. Caídos tras la revolución de 1848. Así de voluble es la Fortuna.
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