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29 de abril de 2024

Leopoldo III y Carlos de Bélgica de jóvenes

Leopoldo III y Carlos de Bélgica de jóvenes

Leopoldo III y Carlos de Bélgica: la rivalidad entre hermanos que casi acabó con la Monarquía

El cuarto Rey de los Belgas nunca digirió que su hermano salvase la dinastía impidiendo su retorno en 1945, potenciando una detestación mutua que hundía sus raíces en la infancia

El 8 de junio de 1983, el Rey Balduino de los Belgas, rodeado de su hermano Alberto, por entonces Príncipe de Lieja, de su cuñado el Gran Duque Juan de Luxemburgo y de su primo hermano, el Príncipe Víctor Manuel de Saboya –hijo de la Reina María José de Italia, nacida Princesa de Bélgica–, presidía, con rostro serio, el funeral de su tío carnal, el Príncipe Carlos, Conde de Flandes –título que se solía otorgar al segundo hijo del monarca– y Regente de Bélgica entre 1944 y 1950. Una ausencia notable planeaba sobre las exequias: la del Rey Leopoldo III de los Belgas, hermano mayor del difunto.
Nada extraño que el monarca que se vio forzado a abdicar en 1950 faltase al último adiós a Carlos: hasta el final imperó entre ambos una animosidad cuyos orígenes remontan a la infancia y que se agudizó irremisiblemente desde que el segundo aceptó la Regencia, impidiendo que el primero recuperase su Trono; pero salvando la Corona de Bélgica, según el juicio mayoritario de la historiografía publicada hasta la fecha. Una detestación mutua, por lo tanto, con ribetes personales e institucionales, que ilustra a la perfección la difícil posición de los «segundones» en el seno de la realeza, ejemplificada hoy en día por un par de casos de acuciante actualidad.
Leopoldo III de Bélgica fotografiado por Willem van de Poll (1934)

Leopoldo III de Bélgica fotografiado por Willem van de Poll (1934)Willem van de Poll

Leopoldo había nacido en Bruselas en 1901, primogénito de los entonces príncipes Alberto e Isabel de Bélgica –nacida ella Princesa de Baviera, y sobrina carnal del la Emperatriz de Austria popularmente conocida como Sissi–, sucesores de Leopoldo II, que carecía de descendencia masculina legítima. El hijo mayor de Alberto e Isabel estaba, pues, llamado a convertirse en monarca de un país Bélgica, que, por entonces, gozaba de muy buena fama por su condición de exitosa y joven democracia liberal, habiendo sido constituida en 1830.
En 1903, dos años después de Leopoldo, vino al mundo Carlos, así llamado en honor a su tío bávaro. La Princesa María José completaría la familia en 1906. Alberto I –tercer Rey de los Belgas desde 1909– e Isabel conformaban el matrimonio más culto de las cabezas coronadas de entonces y agrandaron su buena fama por su ejemplar comportamiento durante la Primera Guerra Mundial: baste decir que el Rey, a la cabeza de su minúsculo Ejército, impidió que los alemanes ocuparan la totalidad del territorio belga.
Mas el monarca y su mujer adolecían de lo que en la actualidad se llama inteligencia emocional y desde el principio favorecieron descaradamente a su hijo mayor, sometiendo a Carlos, el segundogénito, a una educación severa al tiempo que le hacían saber que su papel nunca sería relevante. La reina insistió en esta vía, prodigándose en mimos hacia Leopoldo. Este último tampoco hizo nada, incluso desde la infancia, para establecer una relación sana con su hermano menor.
Carlos de Bélgica

Carlos de Bélgica

Cuando Alberto I envió a Carlos al Reino Unido a formarse en el Royal Naval College –contemplaba para él una carrera de marino–, el interesado prolongó unos años más de lo previsto. Al regresar a Bélgica en 1926 para iniciar estudios de oficial de tierra, empezó a hacer vida en solitario, reduciendo a lo estrictamente necesario su vida pública y la relación con su familia.
Las muertes accidentales de Alberto I en 1934 y de la Reina Astrid en 1935 –primera esposa de quien ya era Leopoldo III y madre de sus tres hijos mayores– obligaron a los hermanos a acercar posturas por el bien del país y de la Corona. Mas fue un movimiento más forzado y táctico que impulsado por un afecto genuino. La prueba de fuego llegó en mayo de 1940 con la invasión de Bélgica por parte de la Alemania hitleriana: durante 18 días (el tiempo que tardaron la Wehrmacht y la Luftwaffe en aplastar a los belgas), el Conde de Flandes hizo lo que pudo al frente de una unidad de infantería.

La ruptura definitiva entre el Rey de los Belgas y el Conde de Flandes se produjo a finales de la primavera de 1944

Sobre todo, apoyó la polémica decisión de su hermano –principio del fin del reinado de Leopoldo III– de ordenar la capitulación de su Ejército el 28 de mayo, en contra de los deseos de la clase política, partidaria de una resistencia desde Londres, al «estilo De Gaulle». Leopoldo III prefirió considerarse prisionero del ocupante. Su hermano se instaló cerca de él, en un ala del Castillo Real de Laeken, en las alturas de Bruselas.
Cuatro años de convivencia apacible, salpicada únicamente por el descontento de Carlos a raíz del segundo matrimonio de su hermano con Lilian Baels, celebrado a finales de 1941: razón no le faltaba, pues las nupcias en un país ocupado y sometido a privaciones terminaron siendo un grave error político. Sin embargo, la ruptura definitiva entre el Rey de los Belgas y el Conde de Flandes se produjo a finales de la primavera de 1944: el 7 de junio, los alemanes ordenaron el traslado a Leopoldo III, a su mujer y a sus hijos a un campo de concentración austriaco. La Reina Isabel permaneció en Laeken y Carlos optó por la clandestinidad en la campiña valona.
Sabio atrevimiento, pues tres meses después, en septiembre, una vez Bélgica liberada por los Aliados, el Príncipe Carlos reapareció y se generó un amplio consenso por parte de la clase política para designarle Regente de Bélgica y retrasar el retorno de Leopoldo III, al que no perdonaban su capitulación de 1940 ni su segundo matrimonio. El cuarto Rey de los Belgas cometió, además, el error de publicar un «testamento político», un torpe ajuste de cuentas con unos políticos que habían retomado todos los resortes del poder.
De hecho, cuando el Príncipe Carlos viajó a Austria, acompañado por varios ministros, para verse las caras con Leopoldo III, el encuentro fue frío: el regente acertó al entender que la «Cuestión Real» –así se conoce en Bélgica al problema dinástico– tardaría en dirimirse y que precisaría de una solución política más que familiar. Leopoldo III erró al pensar exactamente lo contrario: su hermano debía traspasarle sus poderes para normalizar la situación.
El Príncipe Regente nunca tuvo la intención de convertirse en Rey: su sentido dinástico era lo suficientemente agudo como para siquiera pensar en semejante locura. De entrada, estaba soltero y era padre de una hija, Isabelle, nacida de sus amoríos con una pastelera y excluida de la sucesión. Pero si ejerció plenamente sus funciones; y con habilidad, favoreciendo la forja de coaliciones de centro derecha o centro izquierda según las circunstancias del momento; que Bélgica es, por esencia, un país muy inestable políticamente.
Y las ejerció tan plenamente que hubo dos viajes que terminaron de reventar la relación con su hermano. Ambos fueron exitosos. El primero fue, en 1947, al Congo, principal colonia belga, donde fue recibido en loor de multitudes, logrando aplacar las primeras revueltas anticolonialistas.
El segundo, con rango de visita de Estado, tuvo como destino Washington: para agradecer a los norteamericanos su papel en la liberación de Bélgica y anclar al país en el bando occidental ante una Guerra Fría en ciernes. Durante la cena de gala en la Casa Blanca, el presidente Harry Truman declaró: «Nos honra recibir al jefe de un Estado que siempre ha sido amigo (...) Os pido brindar en honor del jefe de este Estado, Su Alteza Real el Príncipe Regente Carlos de Bélgica».
Que el presidente de la primera potencia mundial diese el mayor de los tratamientos a su hermano y rival fue considerado por Leopoldo III, exiliado cerca de Ginebra, como una humillación de la que nunca se repuso. Pero disponía de una baza: el apoyo incondicional de la Reina Isabel. Rien Emmery, biógrafo del Príncipe Carlos, documenta el displicente e impertinente «con que ahora eres Regente» con el que recibió a su segundogénito que venía a anunciarle su nombramiento.
Leopoldo III también terminó imponiendo su agenda política: un referéndum mediante el cual los belgas se pronunciarían sobre su regreso o exilio definitiva. Una posibilidad a al que el Príncipe Regente se opuso, con firmeza, sabedor de que ahondaría la división entre belgas. Volvió a acertar: el Rey ganó la consulta con el 72 % de los votos, pero con resultados muy dispares entre Flandes y Valonia. Por eso, cuando volvió a Bruselas en julio de 1950, estallaron disturbios que se saldaron con cuatro muertos.
Al cabo de unos días, delegó sus funciones en su hijo Balduino de veinte años, que en 1951 fue proclamado Rey. Para entonces, la regencia del Príncipe Carlos ya había terminado. No, en cambio, las desavenencias familiares: Balduino no quiso pisar el Palacio Real de Bruselas mientras su tío estuviese allí. El antiguo Regente se marchó a un hotel, antes de mudarse para siempre a su finca de Raversijde, en la costa flamenca.
Fue el único de sus descendientes al que la Reina Isabel no invitó a la fiesta por sus ochenta años; tampoco fue bienvenido a la boda del Rey Balduino con Fabiola de Mora. En cuanto a las relaciones con Leopoldo III, el secretario de este último, Jean Cleeremans, evoca un frío encuentro entre hermanos en los años sesenta. Emmery, por su parte publica una carta vidriosa de Leopoldo a Carlos fechada en 1982, a la que el destinatario nunca respondió. El Príncipe Regente pagó con el aislamiento familiar el haber salvado la estabilidad de Bélgica después de la Segunda Guerra Mundial.
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